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Principio de igualdad ante la ley, de trato y de oportunidades en el ámbito laboral

Queridos lectores, tenemos el gusto de compartir un breve, pero significativo fragmento del libro «Introducción al Derecho de Trabajo», del maestro Javier Neves Mujica, un manual cuya lectura es obligatoria para principiantes y especialistas en materia laboral.

Cómo citar: Neves Mujica, Javier. Introducción al derecho del trabajo. Cuarta edición, Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 2018, pp. 138-147.


Principio de igualdad ante la ley, de trato y de oportunidades

En este tema intervienen dos conceptos fundamentales, que son los de igualdad y discriminación, cuyos significados han venido evolucionando en las últimas décadas, y han modificado la relación que guardan entre sí. En esta evolución se puede identificar dos fases centrales, la primera de las cuales es la de la igualdad formal y su correspondiente discriminación directa, y la segunda —que no niega a la anterior sino construye sobre ella—, la de la igualdad sustancial y su correspondiente discriminación indirecta. De cada una de ellas vamos a ocuparnos a continuación.

En la primera fase, la igualdad exige una verificación de hecho para comparar individuos y determinar si su situación es semejante o no, y después reclama un trato correspondiente a lo comprobado. De este modo, el trato no puede ser desigual para los iguales ni igual para los desiguales.

Según el carácter público o privado del sujeto obligado a no procurar esa disparidad en el trato, se distingue la igualdad ante la ley y la igualdad de trato, respectivamente. La primera vincula al Estado en el ejercicio de cada una de sus funciones primordiales: la legislativa, la administrativa y la jurisdiccional. Así, por ejemplo, tanto al producirse como al aplicarse la ley, debe respetarse el principio.

Esta manifestación de la igualdad está recogida por nuestra Constitución en el numeral 2 del artículo 2. Y algunas expresiones más concretas de ella también cuentan con recepción normativa: por ejemplo, la prohibición al Poder Legislativo de expedir leyes especiales por la diferencia de las personas, restringiéndolas a los casos en que la naturaleza de las cosas así lo exija (artículo 103 de la Constitución); y al Poder Judicial —aquí con más matices— de apartarse del precedente que hubiera establecido, salvo con la debida fundamentación (entre otros, el artículo 22 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, como vimos en el punto 2.4.1).

La igualdad ante la ley está reconocida también por numerosos instrumentos internacionales de derechos humanos: artículo 7 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, artículo 26 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, artículo II de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y artículo 24 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, entre otros; todos incorporados a nuestro derecho interno.

La segunda es la igualdad de trato, que vincula a la autonomía privada en sus diversas exteriorizaciones, normativas o no normativas. Quedan comprendidas las decisiones unilaterales del empleador (no contratar o no promover o sancionar a un trabajador), de la organización sindical (no admitir, impedir la participación o separar a un afiliado), o de la autonomía colectiva (excluir de los alcances de un convenio colectivo o conferir ventajas mayores a unos trabajadores), ejemplos que quedarían proscritos si se hubieran adoptado arbitrariamente.

La igualdad de trato ya no tiene mención por su nombre en nuestra actual Constitución, como la tenía en la anterior. El numeral 1 del artículo 26 se refiere a la igualdad de oportunidades, que es un concepto distinto —como veremos luego—, aunque por su propia naturaleza necesariamente supone a la primera. Además, diversos convenios internacionales del trabajo—como el 100 sobre igualdad de remuneración entre varones y mujeres, y el 111 sobre discriminación en materia de empleo y ocupación—, aprobados y ratificados por el Perú, la proclaman. Es pertinente recordar aquí que, en virtud de la Cuarta Disposición Final y Transitoria de la Constitución —a la que se suman el artículo V del Título Preliminar del Código Procesal Constitucional y la Décima Disposición Complementaria de la nueva Ley Procesal del Trabajo—, todos los tratados mencionados configuran el contexto en que deben interpretarse los preceptos de aquella en materia de igualdad (a lo que nos referimos en el punto 2.3.2).

Pues bien, en esta fase, si se verifica el trato diferente, sin justificación y por un motivo prohibido, estamos ante una discriminación directa. No obstante, algunos autores consideran que basta la presencia de los dos primeros elementos para que se configure la discriminación: una distinción carente de causa objetiva y razonable. A veces adoptan este concepto nuestros organismos jurisdiccionales. De este modo, los términos «desigualdad» y «discriminación» se convierten en sinónimos. Para nosotros, solo hay discriminación si dicho trato arbitrario se funda en un motivo prohibido por el ordenamiento. La discriminación, en cualquier caso, no se producirá cuando la distinción se encuentre justificada en la naturaleza de la actividad o las condiciones de su ejercicio.

El antes citado Convenio Internacional del Trabajo 111 define la discriminación como cualquier distinción, exclusión o preferencia que tenga por efecto anular o alterar la igualdad en el empleo y la ocupación (artículo 1). En términos más amplios lo hace la Convención Interamericana contra toda forma de Discriminación e Intolerancia, también aprobada por el Perú: «Discriminación es cualquier distinción, exclusión, restricción o preferencia, en cualquier ámbito público o privado, que tenga el objetivo o el efecto de anular o limitar el reconocimiento, goce o ejercicio, en condiciones de igualdad, de uno o más derechos humanos o libertades fundamentales consagrados en los instrumentos internacionales aplicables a los Estados Parte» (numeral 1 del artículo 1).

Los ordenamientos suelen seguir en esta cuestión a los instrumentos internacionales de derechos humanos y prohíben la discriminación, señalando un listado de causas especialmente vedadas, en fórmula abierta. Así lo hace nuestra Constitución, en el numeral 2 de su artículo 2, cuando impide la discriminación por motivo de origen, raza, sexo, idioma, religión, opinión, condición económica o de cualquier otra índole. El listado más comprensivo es el formulado por la mencionada Convención Interamericana contra toda forma de Discriminación e Intolerancia: «La discriminación puede estar basada en motivos de nacionalidad, edad, sexo, orientación sexual, identidad y expresión de género, idioma, religión, identidad cultural, opiniones políticas o de cualquier otra naturaleza, origen social, posición socioeconómica, nivel de educación, condición migratoria, de refugiado, repatriado, apátrida o desplazado interno, discapacidad, característica genética, condición de salud mental o física, incluyendo infectocontagiosa, psíquica incapacitante o cualquier otra» (numeral 1 del artículo 1).

Es claro que los motivos resaltados no son los únicos prohibidos, sino solo los más perniciosos; cualquier otro equivalente, por su utilización histórica o socialmente significativa, debería quedar comprendido. La libertad sindical, por ejemplo, no se encuentra en la citada relación, pero es evidente —por tratarse de un derecho constitucional— que despedir a un trabajador por desempeñar actividades sindicales configura una discriminación. No queda duda de esto en el numeral 1 del artículo 26 de la propia Constitución, que sanciona la discriminación sin formular ningún listado de causas.

Numerosos instrumentos internacionales de derechos humanos rechazan expresamente la discriminación. Este es —entre otros— el caso de la Declaración Universal de Derechos Humanos (numeral 1 del artículo 2), del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (numeral 1 del artículo 2), del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (numeral 2 del artículo 2), de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (artículo II), de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (artículo 1), de su Protocolo Adicional en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (artículo 3) y de la Convención Interamerircana contra toda forma de discriminación e intolerancia (artículo 1).

Desde la perspectiva expuesta, serían actos discriminatorios —por ejemplo— que la ley impidiera a los extranjeros residentes en el país ocupar cargos directivos en las organizaciones sindicales o que el empleador concediera beneficios mayores para los trabajadores no afiliados que para los afiliados a una organización sindical; pero no lo serían —por ejemplo— el otorgamiento por la ley de una bonificación en función de la antigüedad del trabajador, o la imposición por el empleador de una sanción más severa al trabajador reincidente que al primerizo.

Los mecanismos para cuestionar la discriminación en el ámbito público, dependerán del acto que la contenga: si fuera una ley o un reglamento, podría demandarse su eliminación en un proceso de inconstitucionalidad o por acción popular, respectivamente, o su inaplicación en un proceso de amparo u ordinario; si fuera un acto administrativo, la vía idónea sería el proceso contencioso administrativo, pero podría ser también el proceso de amparo; y si fuera una sentencia, se podría interponer un recurso de casación por no respetar los precedentes vinculantes. En el ámbito privado, podría iniciarse un proceso ordinario o de amparo. Hay que recordar que este es subsidiario de aquel, pero que cabe interponerlo ante la consumación de una discriminación (Fundamento 15 de la sentencia del expediente 206-2005-PA/TC).

La discriminación —tanto la directa como la indirecta, que veremos luego— está proscrita a lo largo de toda la vida de la relación laboral, desde su constitución hasta su extinción. Además, la discriminación se encuentra tipificada como delito por el artículo 323 del Código Penal. La Bolsa de Trabajo en el sector de construcción civil, creada por la Ley 25202, ahora derogada, fue un buen intento de evitar la discriminación antisindical y por edad en la constitución de la relación laboral. Ahora se busca impedir la discriminación en esta fase a través de la Ley 26772 (reglamentada por el Decreto Supremo 2-98-TR), que actúa solo sobre las ofertas de empleo, por lo que resulta insuficiente. Las fases de ejecución y extinción de la relación laboral están cubiertas por la Ley de Productividad y Competitividad Laboral a través de las figuras de los actos de hostilidad (artículo 30) y del despido nulo (artículo 29), respectivamente. Las causas conducentes a estas dos figuras han sido ampliadas, en vía de modificación, para el despido, por el artículo 6 de la Ley 26626, que agrega el VIH/SIDA; para la hostilidad y el despido, por la sétima de las Disposiciones Complementarias Modificatorias de la Ley General de la Persona con Discapacidad; y, para el despido, por el artículo 1 de la Ley 30367, sobre la protección de la maternidad.

La segunda ley, además, ha abierto el listado de motivos de nulidad del despido. A estas mismas fases se refiere el numeral 4 del artículo 3 de la Ley de Promoción de la Competitividad, Formalización y Desarrollo de la Micro y Pequeña Empresa y del Acceso al Empleo Decente, que proscribe la discriminación en empresas de cualquier dimensión mediante actos como remunerar, capacitar, entrenar, promocionar, despedir o jubilar al personal. La Ley que regula los Servicios de Tercerización permite a los trabajadores impugnar la no renovación de un contrato originada en una lesión de la libertad sindical o del mandato de no discriminación y pretender, en tal caso, su reposición (numeral 4 del artículo 7). La tutela antidiscriminatoria se extiende —aunque con una redacción poco afortunada— al ejercicio del poder disciplinario por el empleador (artículo 33 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral).

Un área de especial interés en la actuación del principio de igualdad es la de los derechos de la mujer. Aquí, concepciones antiguas entendían que la mujer era merecedora de protección por el Estado por su inferioridad física e intelectual respecto del varón. Esa protección se plasmaba en dos tipos distintos de medidas: de un lado, prohibiciones para desempeñar algunas actividades o hacerlo en ciertas condiciones; y del otro, ventajas en términos de beneficios. En el Perú, la Ley sobre Trabajo de Mujeres y Menores, respecto de lo primero, impedía a las mujeres realizar trabajo nocturno, o en domingo o feriados, o labores subterráneas, en minas, canteras u otras peligrosas para la salud; y respecto de lo segundo, reconocía una jornada semanal de 45 horas, dos horas continuas de descanso al día entre la labor de la mañana y la de la tarde, 25% de indemnización adicional por accidente de trabajo y derecho a un asiento.

Por otra parte, esa misma legislación confería a la mujer, pero ya no por el motivo antes señalado, sino en tutela de la maternidad, un conjunto de beneficios distintos: 90 días de indemnización por despido en los tres meses anteriores o posteriores al parto, una sala cuna en la empresa cuando esta ocupaba a 25 trabajadoras mayores de 18 años y una hora de lactancia al día.

Todo el primer bloque de medidas protectoras fundadas únicamente en el sexo debió considerarse automáticamente derogado desde la entrada en vigencia de la Constitución de 1979, que consagró el principio de igualdad ante la ley. Pero como aquella autorizaba a la ley a otorgar a la mujer derechos no menores que al varón (numeral 2 del artículo 2), nuestra jurisprudencia entendió que todo el ordenamiento anterior subsistía. No entró a considerar que los actos del primer bloque eran discriminatorios, porque conllevaban distinciones injustificadas respecto de la mujer, con un pretendido favorecimiento, que muchas veces resultaba perjudicial para su inserción en el mercado de trabajo.

Con la dación de la Ley 26513, modificatoria de la Ley de Fomento del Empleo, se fue al extremo opuesto: la Tercera de las Disposiciones Complementarias, Transitorias, Derogatorias y Finales, eliminó todala legislación sobre trabajo de mujeres y menores, incluyendo la que protegía la maternidad. De ella, fue restablecido el descanso pre y postnatal por la Ley 26644 (modificada por las leyes 27402, 27606 y 30367), fijado en 98 días por el artículo 2 de esta última ley; y el permiso por lactancia materna por la Ley 27240 (precisada por la Ley 27403 y modificada por las Leyes 27591 y 28731), consistente en una hora diaria de permiso, al término del periodo post natal, hasta que el hijo cumpla seis meses. Posteriormente, se creó la licencia laboral por adopción (Ley 27409), se brindó protección a la mujer gestante frente al desempeño de labores riesgosas para su salud o la del feto (Ley 28048) y se amplió en 30 días la percepción del subsidio por maternidad en caso de nacimiento múltiple (Ley 28239, modificatoria de la Ley 26790) y se dispuso que los días de descanso pre y postnatal se consideren como efectivamente laborados para efectos del cómputo de las utilidades (Ley 30792). La licencia se ha extendido a los padres, primero por cinco días calendario (Ley 29409) y, luego, por diez (Ley 30807). La ley 30709 prohibió la discriminación remunerada entre hombres y mujeres.

La doctrina considera que no constituye discriminación un régimen de amparo de la maternidad en beneficio de las mujeres que estén en tal situación, porque esa es una causa objetiva y razonable de distinción. Ello no quiere decir que los hombres deban quedar frente a la paternidad segregados de toda tutela. Es, por tanto, un acierto —aunque limitado— que la Ley 29409 haya extendido a los trabajadores del sector público y de la actividad privada que fueran padres, el derecho a una licencia remunerada en caso de alumbramiento por su cónyuge o conviviente (artículo 1), por cuatro días hábiles consecutivos (artículo 2).

Por último, la igualdad de esta fase es formal, porque no pretende modificar la realidad sino incidir sobre la regulación o los comportamientos que se producen en aquella.

En la segunda fase de la evolución a que aludimos al inicio los conceptos de igualdad y discriminación se modifican. En lo que respecta al primero, se pretende verificar si en los hechos los diversos grupos tienen las mismas oportunidades para disfrutar de los beneficios o no. Si se llega a una respuesta negativa, se puede llevar a cabo una política de igualación efectiva en favor de los colectivos disminuidos. Son las llamadas acciones positivas. No se consideran discriminatorias, aunque transitoriamente conlleven medidas desiguales, ya que su objetivo final concuerda con el de un Estado social de derecho: la igualdad sustancial. El Tribunal Constitucional español denomina a este fenómeno como derecho desigual igualatorio. Estamos, pues, ante la igualdad de oportunidades.

Nuestra Constitución proclama este principio en el numeral 1 de su artículo 26, así como los pilares en que se sostiene: la defensa de la persona y el respeto de su dignidad (artículo 1), el carácter democrático y social del Estado (artículo 43), el deber del Estado de garantizar la plena vigencia de los derechos humanos y promover el bienestar general que se fundamenta en la justicia y en el desarrollo integral y equilibrado de la nación (artículo 44), la adopción de una economía social de mercado (artículo 58), etcétera.

A nivel de legislación, sin embargo, es muy poco lo avanzado en este terreno. La Ley de Formación y Promoción Laboral prevé los Programas Especiales de Empleo, que favorecerán a las categorías laborales con mayores dificultades para acceder al mercado de trabajo: mujeres con responsabilidades familiares, trabajadores mayores de 45 años y trabajadores con limitaciones físicas, intelectuales o sensoriales (artículos 36 y 37). Este último grupo ha sido favorecido con diversas acciones positivas, por la Ley General de la Persona con Discapacidad, como las bonificaciones en concursos públicos y las cuotas de empleo. Pero es mínimo lo que se ha implementado de todo esto.

En este marco surge la discriminación indirecta, concebida como el impacto adverso que producen medidas aparentemente neutras sobre un colectivo, en proporción mayor que sobre los demás. Se trata de decisiones que se aplican por igual a todos, pero como entre ellos hay grupos que en los hechos tienen ventajas sobre otros, ocasionan efectos diversos: talla y peso, grado de instrucción, antecedentes penales, etcétera. El colectivo afectado tendría que serlo en función a uno de los motivos arraigados y extendidos de segregación (sexo, raza, religión, opinión u otros similares).

La Convención Interamericana contra toda forma de Discriminación e Intolerancia la define del siguiente modo: «Discriminación indirecta es la que se produce, en la esfera pública o privada, cuando una disposición, un criterio o una práctica, aparentemente neutro es susceptible de implicar una desventaja particular para las personas que pertenecen a un grupo específico, o los pone en desventaja, a menos que dicha disposición, criterio o práctica tenga un objetivo o justificación razonable y legítimo a la luz del derecho internacional de los derechos humanos» (numeral 2 del artículo 1).

La discriminación indirecta, pues, solo tiene cabida si en materia de discriminación directa se asume la acepción estricta que planteamos antes y no la amplia, ya que conforme a esta no habría medidas neutras. No interesa si hay o no en el agente intención lesiva.

Para no resultar discriminatorias esas medidas tienen que encontrar justificación en una necesidad de la empresa y no existir otras alternativas.

Este sería el caso, por ejemplo, de un empleador que convocara trabajadores para ocupar un puesto de operario de limpieza, con el requisito de tener una estatura mínima de 1,70 metros. La exigencia tendría que ser satisfecha por igual por cualquier postulante, pero en los hechos los aspirantes varones tendrán mayores probabilidades de cumplimiento del requisito que las mujeres. No parece ser indispensable para la empresa que los operarios de limpieza cuenten con dicha estatura. Estamos, por tanto, ante una discriminación indirecta.

Esta forma de discriminación, como la otra, se encuentra prohibida por nuestra Constitución, en el numeral 2 de su artículo 2 y el numeral 1 de su artículo 26 y por los instrumentos internacionales de derechos humanos que mencionamos antes. El acto que constituye una discriminación indirecta debe invalidarse por el organismo jurisdiccional encargado de conocer sobre él. Un mecanismo eficaz de protección del afectado en ambos tipos de discriminación es el de la inversión de la carga probatoria: presumir la existencia de discriminación toda vez que haya indicios fundados de ella.

La igualdad de esta segunda fase, pues, sí intenta corregir los desequilibrios que se producen en la vida socioeconómica.


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