Cómo citar: Hurtado, J. (2005). Manual de derecho Penal: Parte General I. Lima: Editora Jurídica Grijley, pp. 571-579.
Otras causas de justificación de la antijuricidad
1. Disposición de la ley
La fórmula “disposición de la ley” es bastante amplia. Puede ser comprendida en el sentido de que establece cuáles son los actos ordenados y cuáles son los permitidos; es decir, que estatuye deberes y derechos. Así, las referencias explícitas al “cumplimiento de un deber” o al “ejercicio de un derecho” sólo explicarían la fórmula general, Esta afirmación se justificaría aún más si se entendiera el término “ley” de manera extensiva, como “derecho”.
Lo mismo se puede decir respecto a la mención del oficio o del cargo. Todo oficio debe ser autorizado o tolerado por la ley, es decir, no prohibido, ya que la regla es la libertad de trabajo. En efecto, según el art. 2, inc. 15, de la Constitución, toda persona tiene derecho “a trabajar libremente, con sujeción a la ley”. En cuanto al hecho de asumir y de ejercer un cargo, supone necesariamente una base legal. Así, por ejemplo, el art. 40 de la carta fundamental dispone que “la ley regula el ingreso a la carrera administrativa y los derechos, deberes y responsabilidades de los servidores públicos”.
Esta última disposición constitucional también es el fundamento de la referencia al obrar por “orden obligatoria de autoridad competente, expedida en ejercicio de sus funciones”. Las condiciones que legitiman el actuar de la autoridad, así como las de la acción del ejecutor de la orden están generalmente establecidas por la ley que regula los deberes de ambos.
Por todo esto, las diversas circunstancias previstas en los inc. 8 y 9 del art. 20 pueden ser clasificadas en dos grupos: por un lado, los actos ordenados por la ley y, por el otro, los que ésta permite o autoriza. Diferenciándose por supuesto los que constituyen el cumplimiento inmediato y directo de lo dispuesto en la ley, de los que suponen un intermediario entre la ley y el que ejecuta directamente lo que en ésta se dispone. En todo caso, es indispensable que se precise en qué ley se ordena, permite o autoriza el acto realizado. Esto vale, igualmente, en relación con el derecho consuetudinario aplicado, según el art. 149 de la Constitución, por las autoridades de las Comunidades Campesinas y Nativas. En particular, respecto a las acciones efectuadas por los ronderos, quienes, conforme a la misma disposición constitucional, son simples auxiliares de dichas autoridades en el ejercicio de sus “funciones jurisdiccionales”. Esto no ha sido realizado por la Corte Suprema en una sentencia en la que absuelven a ronderos de los delitos de secuestro, usurpación de funciones, violencia y resistencia a la autoridad, considerando, a la ligera, que habían actuado “de acuerdo a sus costumbres” e invocando el mencionado art. 149 (mal citado en el cuarto considerando).
Sin embargo, en contra de lo que permitiera suponer una lectura superficial de las disposiciones en estudio, el ejercer un derecho, el cumplir con un deber, el realizar un acto en el ejercicio de un cargo o de una profesión no son factores suficientes para justificar un acto típico. Esto depende de las circunstancias en las que se ejecuta el hecho concreto, las cuales están determinadas por las disposiciones legales que las regulan. Por eso, los inc. 8 y 9 del art. 20 pueden ser considerados como tipos abiertos o normas de reenvío: porque su aplicación sólo es posible en la medida en que sean complementadas por otras normas, que deben ser buscadas en todo el ordenamiento jurídico.
2. Cumplimiento de un deber
Conforme a lo explicado antes, cuando el inc. 8 del art. 20 se refiere a “un deber”, se tiene que entender “un deber jurídico”. No basta, en consecuencia, un deber moral. Si el autor se limita a cumplir con su deber y comete así un acto que reúne las condiciones señaladas en una disposición de la parte especial del Código, dicho acto no es contrario al ordenamiento jurídico, Su acto es lícito, porque sería ilógico que el orden jurídico obligara a una persona a actuar y la hiciera, al mismo tiempo, penalmente, responsable de su comportamiento.
Según el art. 163 del CPP 2004, el testigo debe decir la verdad y, según el art. 409 del Código Penal, será reprimido si comete falso testimonio. Así, el ordenamiento jurídico impone a toda persona llamada a testificar en un proceso penal la obligación de no faltar a la verdad. Por lo tanto, no puede pretender, al mismo tiempo, sancionarla por difamación (art. 132) si ella le imputa al procesado un comportamiento delictuoso.
El buen funcionamiento de la administración de justicia es, pues, interés preponderante frente al interés individual del procesado por delitos contra el honor. Pero esto no significa que el cumplimiento del deber sea ilimitado: su ejercicio está restringido tanto por la finalidad del deber, como por la necesidad de realizar el acto típico. En el caso del testigo, éste no tiene por qué manifestar alegaciones contrarias al honor del procesado que sean innecesarias para esclarecer su responsabilidad. En la medida en que lo haga, sobrepasa los límites del deber que le impone la ley. De modo que su comportamiento deja de ser el ejercicio legítimo de un deber legal.
En la hipótesis planteada, como en la analizada en el marco del estado de necesidad, vemos que se trata de un conflicto de deberes: por un lado, un deber de acción (decir la verdad al testimoniar) y, por otro, un deber de omisión (no atentar contra el honor de una persona). Este conflicto supone una confrontación de intereses: el de la colectividad a una buena administración de justicia y el de la persona al respeto de su dignidad. La circunstancia que falta para que sea aplicable el art, 20, inc. 4, es la situación de peligro inherente al estado de necesidad. Por esto, era necesario prever una regla especial que, sin embargo, no constituyera una carta en blanco para quien actuara en cumplimiento del deber jurídico.
3. Ejercicio legítimo de un derecho
3.1. Teoría
Reconocerle un derecho a una persona implica concederle además los medios necesarios para ejercitarlo y para defenderlo. La fuente principal de estos derechos es, sin duda alguna, la Constitución: ella consagra los derechos personales y sociales fundamentales. Pero el mayor número de derechos reconocidos (llamados derechos subjetivos) se encuentra en las diversas leyes, en los actos jurisdiccionales o administrativos, en los negocios jurídicos y en la costumbre.
Según la terminología tradicional, debe tratarse de un derecho en el sentido del poder facultativo de obrar, es decir, de prerrogativas reconocidas por el derecho positivo (normas jurídicas) a una persona para hacer o dejar de hacer. Poco importa sin embargo cómo se le denomine (subjetivo, potestativo, etc.). Su ejercicio, de eficacia erga omnes, implica en general la afectación de los derechos de otras personas. Al fijar los límites de estos derechos, se determina, pues, la fuerza justificante de su ejercicio.
Dicho ejercicio puede implicar la realización de un acto calificado de delito por la ley, Esta posibilidad ha sido prevista por el legislador que, para evitar contradicciones en cl sistema, lo declara exento de pena porque el autor ejerce un derecho al actuar. Este principio responde a una exigencia lógica: sería absurdo reconocer, por un lado, a una persona la libertad de actuar a nombre de un interés determinado y, por otro, calificar la actividad que desarrolla de ilícita. Además, en la perspectiva de la función justificadora, el ejercicio de un derecho supone un conflicto entre dos derechos: el que es ejercido y el que es limitado por este ejercicio. El derecho que prima es el más importante y, en caso de igualdad, cualquiera de ellos. Según la Constitución, se deben salvaguardar en primer lugar los derechos que conciernan directamente a la dignidad de la persona. Así mismo, hay que tener en cuenta los principios generales relativos a la primacía de las leyes superiores, posteriores y especiales sobre las inferiores, anteriores y generales.
Comprendido en sentido amplio, se puede considerar que el ejercicio de un derecho comprende otras causas de justificación. Así, la legítima defensa es el derecho a proteger por sí mismo bienes personales puestos en peligro por un ataque ilícito. Este ejemplo pone en evidencia que no cualquier ejercicio de un derecho justifica el acto . típico realizado, sino que es indispensable que dicho comportamiento sca realizado dentro del marco establecido por la norma; es decir, sin incurrir en un abuso del derecho. Es fundamental sobre todo determinar si su titular puede ejercerlo directamente o si se requiere la intervención de una autoridad competente.
En consecuencia, nuestro ordenamiento jurídico no reconoce a los particulares un derecho ilimitado a hacerse justicia por ellos mismos. Es verdad que muchos son los casos en los que el ejercicio de los derechos tiene lugar en armonía con las personas concernidas. Por ejemplo, el vecino que corta las ramas de los arbustos que sobrepasan el límite de su jardín, sin que el propietario se considere víctima de daños contra su propiedad. Pero en caso de oposición de éste, el primer vecino no puede imponer su derecho mediante actos que impliquen la restricción de los derechos del propietario; por ejemplo, ingresando en el predio de éste sin su autorización. Por lo tanto, no podrá justificar tal comportamiento invocando el ejercicio de su derecho.
De igual manera, el acreedor no puede ejercer violencia o amenazas contra el deudor moroso para recuperar la suma que le ha prestado. El orden jurídico le ofrece las vías legales necesarias para hacer respetar su derecho. Por eso incurre en delito, fuera de los otros que haya cometido en concurso (coacción, vías de hecho), quien, “con el fin de ejercer un derecho, en lugar de recurrir a la autoridad, se hace justicia arbitrariamente por sí mismo” (art. 417). El límite del ejercicio del derecho está dado, pues, por el carácter arbitrario del comportamiento del agente; es decir, un comportamiento dictado sólo por la voluntad o el capricho. Actúa de un modo arbitrario quien recurre a la violencia, intimidación, engaño o cualquier otro medio prohibido por el ordenamiento jurídico.
3.2. Ejemplos
A veces, sin embargo, el orden jurídico autoriza a los particulares a intervenir para hacerse justicia. En el derecho privado, es el caso, por ejemplo, de la defensa posesoria. Según el art. 920 del Código Civil, “el poseedor puede repeler la fuerza que se emplee contra él y recobrar el bien, sin intervalo de tiempo, si fuere desposeído, pero en ambos casos debe abstenerse de las vías de hecho no justificadas por las circunstancias”. En consecuencia, el acto de fuerza que cometa contra el usurpador será típico (coacción, vías de hecho) pero no ilícito, siempre que se limite a ejercer legítimamente su derecho.
En materia penal, el art. 260 del CPP 2004 autoriza a los particulares a arrestar a una persona en caso de “flagrancia delictiva”. Según el art. 259, párrafo segundo, del mismo Código, existe “flagrancia cuando la realización del hecho punible es actual y, en esa circunstancia, el autor es descubierto, o cuando es perseguido y capturado inmediatamente de haber realizado el acto punible o cuando es sorprendido con objetos o huellas que revelen que acaba de ejecutarlo”. Esta forma de arresto fue establecido con el fin de hacer factible la persecución penal del responsable. En consecuencia, debe tratarse de un hecho penal y es necesario que se den las condiciones legales que hacen de una persona la sospechosa de ser su autor. Quien practica esta medida debe recurrir a los medios adecuados según las circunstancias. Como se puede tratar de un inocente, el particular, de la misma manera que la autoridad, sólo deberá violar los derechos de la persona concernida en la medida necesaria para detenerla (lesiones propias al acto de sujetarla o esposarla, coacciones indispensables para conducirla a la comisaría, etc.). Pero no está autorizado a lesionar gravemente, abofetear, apalear o matar al sospechoso. En buena cuenta, debe evitarse toda violación de la dignidad de la persona.
Otro caso interesante es el denominado jus corrigendi. La educación de los menores requiere con frecuencia el recurso a ciertas medidas que constituyen restricciones a sus derechos fundamentales: por ejemplo, libertad, honor, integridad o bienestar corporal. El que recurre a estos medios realiza actos conformes a ciertos tipos penales: privación ilícita de la libertad, injuria, maltratos. Según los criterios de la pedagogía, estos castigos son sin embargo muchas veces necesarios. La experiencia diaria nos enseña además que resulta casi imposible evitar su utilización en el proceso de disciplinarlos, Al mismo tiempo, se reconoce casi en forma unánime que estos medios no deben provocar ningún daño en la persona del menor, ni consistir en actos denigrantes o humillantes. De ser este el caso, se le traumatizaría y los resultados serían entonces contraproducentes.
El Código Civil, en su art. 423, inc. 3, prevé que el titular de la patria potestad tiene el derecho a corregir con moderación al menor y, en los casos en que esto no bastase, de recurrir a la autoridad judicial para solicitar el internamiento del niño en un establecimiento dedicado a la reeducación de menores. Los límites de este derecho de corrección están determinados esencialmente por la declaración constitucional referente a la protección de la persona y al respecto de su dignidad (art. 1), así como a la prohibición de toda violencia física, moral o síquica y los tratos inhumanos o humillantes (art. 2, inc. 28, pf. h). Así mismo, por la finalidad atribuida a la educación: es decir, “el desarrollo integral de la persona humana” (art. 13, in initio, de la Constitución).
El derecho de corrección surge de las relaciones familiares y de tutela. Constituye una facultad personal que no puede ser cedida a terceros, contra la voluntad de su titular, sobre la base de un supuesto interés público. Por lo tanto, no puede ser ejercido sobre los hijos de otros. Los padres tienen, sin embargo, la posibilidad de delegar a terceros su derecho de corrección cuando, por circunstancias particulares (ausencia, por ejemplo), no puedan ejercerlo.
Los maestros tampoco son titulares del derecho de corrección. Deben cumplir su labor docente y conservar la disciplina de los alumnos conforme a los criterios pedagógicos y a las normas que regulan su actividad, pues se trata más bien del ejercicio de un oficio. Pueden, sin embargo, con un fin educativo o disciplinario, emplear medios coactivos que lesionan la libertad (expulsarlo del salón de clase) o el patrimonio del menor (confiscarle una revista pornográfica). En todo caso, el ejercicio de esta potestad debe hacerse de conformidad con las disposiciones legales o administrativas pertinentes y recurriendo a medios adecuados. Los maltratos de cierta gravedad, sobre todo los que afectan a la salud, nunca serán justificados por la existencia de un pretendido derecho de corrección.
Resulta también interesante el derecho de huelga, consagrado constitucionalmente (art. 28, inc. 3). Este derecho es una conquista social lograda por los trabajadores con mucho sacrificio, Constituye un medio de defensa de sus derechos y de lucha en favor de otros. Su ejercicio tiene efectos negativos sobre los derechos de terceros, comprendidos los de los patrones o empleadores. Los actos (abandono del puesto de trabajo, no mantenimiento de los medios de trabajo, interrupción de la cadena de producción, perturbación del orden o circulación públicos por manifestaciones callejeras, etc.) que producen dichos efectos constituyen objetivamente comportamientos típicos, pero no pueden ser calificados de ilícitos por ser indispensables al ejercicio de un derecho constitucional. Sólo en la medida en que sobrepasen este límite, se considerarán no justificados por el ejercicio del derecho de huelga (por ejemplo, actos vandálicos contra la propiedad de terceros con motivo de una manifestación, destrucción de maquinarias para evitar que otros trabajadores reanuden las labores, agresión física contra los opositores a la continuación de la huelga). Este último ejemplo citado constituye, con claridad, la negación del derecho a la libertad del trabajo y del derecho de huelga; pues, se trata de una facultad (de ejercitarlo o no). Este límite es externo, por oposición a los límites internos o consustanciales al derecho de huelga.
Un reconocimiento extremo, al mismo tiempo que ineficaz, del efecto justificante del ejercicio de un derecho es el referente al derecho de insurgirse consagrado en la Constitución. Según su art. 46, pf. 2, “la población civil tiene el derecho de insurgencia en defensa del orden constitucional”. Este derecho se dirige tanto contra el golpe de Estado desde arriba (“*autogolpe”) como contra el golpe de Estado desde abajo (golpe militar o rebelión popular armada). Su ejercicio supone que la rebelión contra el Estado constitucional haya comenzado, no siendo suficientes los actos preparatorios. Además, tiene un carácter subsidiario, pues supone que el Estado no pueda defender el orden jurídico. La ineficacia de esta norma declarativa resulta del hecho que se refiere a una situación de orden político y no jurídico. En efecto, los golpes de Estado y las rebeliones populares no pueden ser evitados mediante normas jurídicas, pues sus causas son sociales, políticas y culturales: injusticia social, insuficiente participación en el ejercicio del poder, inestabilidad de las instituciones, violación frecuente de los derechos humanos.
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