Cómo citar: San Martín Castro, César. Derecho Procesal Penal. Lecciones. Segunda edición, Lima: Instituto Peruano de Criminología y Ciencias Penales y Centro de Altos Estudios en Ciencias Jurídicas, Políticas y Sociales, 2020, pp. 16-20.
Fuentes del derecho procesal penal
1. Concepto. Legalidad procesal penal
La noción fuente de derecho puede definirse como el procedimiento a través del cual se produce, válidamente, normas jurídicas que adquieren el rango de obligatoriedad propio del derecho [RUBIO CORREA]. En esta perspectiva, la teoría del derecho asume como tales: la legislación, la costumbre, los principios generales del derecho y la jurisprudencia.
Si se toma en cuenta la forma en que las normas jurídicas se manifiestan, su régimen jurídico, se tiene que en el derecho procesal, la legislación es la fuente formal más importante: principio de supremacía de la ley —principio de reserva material de ley—, en cuya virtud los procesos se han de desarrollar con arreglo a ella [MONTERO].
La Ley, por tanto, es la fuente básica, fundamental y preferente del derecho procesal penal, de suerte que las demás fuentes del derecho se aplicarán si se acomodan a los principios fundamentales de la ley, es decir) tienen un carácter de segundo grado o indirecto [FENECH].
En muy contados casos, de mero carácter ordenatorio —siempre que la ley haya asumido la regulación esencial de la materia en cuestión [ORTELLS]—, algunas instituciones procesales se desarrollan, sobre la base de una norma con rango de ley, a través de disposiciones reglamentarias dictadas tanto por el Poder Ejecutivo cuanto por los órganos de Gobierno del Poder Judicial y del Ministerio Público (por ejemplo: artículos 120,3, 127.6, 223.2 y 252), siempre en la esfera de sus atribuciones y cuando les corresponda actuar a los órganos que la integran, cuya aplicación está condicionada a la conformidad con la Constitución y la Ley.
Está prohibida, sin embargo, la deslegalización, el mero descenso de rango que exponga incondicionalmente la materia a regulación por reglamento; pero, supuesto lo anterior, las decisiones de los órganos de gobierno del Poder Judicial pueden no solo resolver cuestiones de superintendencia, sino —implicando el ejercicio de una potestad legislativa— pueden integrar o interpretar la ley procesal para garantizar la ordenada tramitación de los procesos [LEVENE].
Como rige el principio de legalidad procesal (artículo I.2 TP CPP), sin duda, la ley es la fuente más importante del derecho procesal penal, así establecido por el articulo 138, 1, de la Constitución. Obviamente, dentro de ella, la supremacía corresponde a la Constitución y, en segundo lugar, a los tratados. La Constitución es la primera ley que ha de aplicarse y esta contiene numerosas normas procesales. El artículo 51 le otorga rango supremo y, como tal, contiene disposiciones que regulan, de uno u otro modo, los aspectos orgánicos de la jurisdicción, las garantías procesales y diversas instituciones procesales (véanse, por ejemplo, los artículos 139, 2, 159 y 173, entre muchos otros); es decir, en ella se encuentran formulados, explícita o implícitamente, principios básicos encaminados al perfeccionamiento del proceso jurisdiccional [CORDÓN].
Los tratados celebrados por el Estado en vigor forman parte del derecho nacional. Muchos de ellos contienen normas procesales, tanto básicas cuanto específicas, que desarrollan alguna institución propia de la cooperación judicial, En el caso de las primeras, cuando se trata de tratados sobre derechos humanos, conforme a la Cuarta Disposición Final y Transitoria de la Constitución, tienen rango supremo, ellas y la jurisprudencia que emana de los tribunales respectivos —derecho originario y derecho derivado— (SSTC n.° 1268-2001/ HC, de 15-04-02, y n.° 4587-2004/AA, de 29-11-05).
Dentro de las normas con rango de ley —que tienen un valor normativo superior siempre que emanen del órgano constitucionalmente investido para dictarlas y se mantengan dentro de los límites constitucionales [GARCÍA DE ENTERRÍA]—, se tienen como leyes procesales comunes la LOPJ y el Código Procesal Civil y como leyes procesales específicas, para nuestra disciplina, el Código Procesal Penal.
La primera ley procesal común es el Código Procesal Civil. El legislador apunta a su carácter común porque desarrolla el conjunto de la actividad procesal. El Código Procesal Civil regula no pocos presupuestos y requisitos procesales del órgano jurisdiccional y de las partes, de suerte que cuando la ley procesal penal no los regula, es de rigor aplicar esas normas. El citado Código intenta que las demás leyes procesales desenvuelvan sus principios, reglas o criterios cuando desarrollen sus procesos respectivos y, de otro lado, procura contener las instituciones procesales comunes a todas las leyes procesales. Además, reconoce su carácter supletorio frente a las otras leyes procesales —es lo que se denomina, dentro de la interpretación analógica, “suplemento analógico” [MANZINI]—.
La I Disposición Final reza: “Las disposiciones de este Código se aplican supletoriamente a los demás ordenamientos procesales, siempre que sean compatibles con su naturaleza”. Es importante, sin embargo, tener presente la última prevención, de suerte que la remisión de una ley a otra no puede ser automática cuando existen diferencias estructurales y funcionales, porque existe el peligro de que la ley procesal civil actúe más como una ley suplantadora que como una ley supletoria [VALENCIA MIRÓN].
La segunda ley procesal común es la LOPJ. Esta regula, más allá de los aspectos vinculados a la estructura y atribuciones del órgano jurisdiccional, tanto los principios generales del ordenamiento jurisdiccional, la jurisdicción y competencia nacional —que son, propiamente, normas orgánicas procesales— y el desarrollo de la actividad jurisdiccional —tales como los términos y plazos procesales, el despacho judicial, los exhortos, la formación del expediente judicial—, cuanto el régimen de los jueces. Dichas normas procesales, a tenor de la XXIII Disposición Final, son de aplicación supletoria a las normas procesales específicas. En otras palabras, para las normas funcionales procesales, tiene una función de supletoriedad de segundo orden: primero rige el Código Procesal Civil y, en su defecto, la LOPJ.
2. Las otras fuentes del derecho procesal
Nuestra Constitución establece otras dos fuentes formales directas en defecto de la legislación, por ende, de carácter secundario: los principios generales y el derecho consuetudinario (artículo 139.8).
Los principios generales del derecho, en concreto, aquellos propios del proceso penal, que analizaremos en la lección siguiente, tienen un indudable carácter de fuente jurídica, con la prevención de que estén concretados, emanen o se desprendan de la propia Constitución y de la ley —que debe desarrollarlos—, de donde necesariamente han de partir —su reconocimiento legal expreso refuerza su eficacia [PRIETO CASTRO]—, por imperio mandato del artículo 138, § 1, de la Constitución.
Cabe advertir que los principios generales de contenido procesal —concebidos como instrumentos válidos para la aplicación de la justicia, en tanto valor superior del ordenamiento— no suelen ser plasmados de modo absoluto o puro, por lo que al momento de su aplicación debe, primero, establecerse su existencia, después ha de determinarse su exacto contenido y si ha sido constitucionalizado, segundo, ha de interpretarse en el conjunto del sistema procesal y, finalmente, ha de aplicarse como cualquier otra norma [MONTERO AROCA].
La norma consuetudinaria en sede procesal —más allá de la diferenciación entre costumbre fuente y costumbre norma [RUBIO CORREA]—, desde luego, no puede tener lugar en el ámbito del proceso jurisdiccional, pues este no puede ser regulado por la autonomía de sus protagonistas [DE LA OLIVA]. El proceso no puede ser desarrollado por las normas consuetudinarias, en la medida en que este es una creación plenamente prevista y tipificada con anterioridad a su propia vivencia [IBÁÑEZ Y GARCÍA VELÁSQUEZ]; además, como las costumbres son generalmente locales, no nacionales o generales, resultaría inconstitucional la existencia de varios derechos procesales consuetudinarios según el territorio en el que se desarrollase el proceso, lo que repugna a la propia idea de generalidad de la ley [CORTÉS DOMÍNGUEZ].
Algunos juristas [GUASP], sin embargo, califican los usos y las reglas forenses como de posible aplicación, al comprenderlas como costumbre extra legem, siempre que no afecten el orden público y, como tales, su existencia resulte probada y sea expresión de una convicción jurídica general, uniforme y constante.
Pese a lo expuesto, respecto del derecho consuetudinario, se debe tener presente —por el carácter pluricultural del Estado peruano— el artículo 149 de la Constitución que reconoce la aplicación específica, no del derecho legislado, sino de las normas tradicionales de las comunidades campesinas y nativas y su propio sistema de administración de justicia en su ámbito territorial, siempre que no violen los derechos fundamentales de la persona. Según el artículo 18 CPP, la jurisdicción indígena es considerada un límite de la jurisdicción penal ordinaria.
Un problema específico presenta la jurisprudencia —en sentido estricto, es decir, la emanada de los más altos tribunales de justicia— como fuente del derecho.
En el sistema jurídico continental se la tiene como una fuente derivada, sujeta a la ley y expresión de esta —es, pues, un problema jurídico constitucional que cada ordenamiento resuelve de una u otra forma [DÍEZ PICAZO]—. No obstante tal concepción, el valor jurídico de la jurisprudencia —como algo más que ser conformadora y complementadora de la ley preexistente— se ha venido acentuando en nuestro ordenamiento, primero, con lo dispuesto por los artículos 22 LOJP y 433.3-4 CPP, que autoriza a la Corte Suprema de Justicia a dictar fallos vinculantes o de efectos generales, y, segundo, con el artículo 429.5 CPP que configura un motivo específico de casación: el apartamiento injustificado de la doctrina jurisprudencial establecida por la Corte Suprema y el Tribunal Constitucional —que solo puede entenderse así cuando ambos altos tribunales la declaren expresamente como precedente vinculante—.
Si bien no se advierte de la infracción de sus decisiones —concebidas, en todo caso, como directrices y auxiliares de interpretación de la Constitución y de la Ley, que consagran la vigencia efectiva del principio de igualdad en la aplicación judicial de la ley y del valor seguridad jurídica, así como la coherencia del derecho— una concreta sanción procesal —la nulidad en su caso—, es evidente que si el órgano jurisdiccional no sigue la doctrina jurisprudencial en caso de recurso impugnatorio, la resolución que no la acate será irremediablemente revocada por el órgano superior que conozca del respectivo recurso devolutivo.
La función de la Corte Suprema, superando el formalismo interpretativo, es atribuir sentido y unidad al derecho y cuidar su desarrollo. Al hacerlo así, a partir de valoraciones asumidas debidamente racionalizadas, revela una “creación” no solo por hacer surgir algo que no preexiste a la interpretación o que deriva lógicamente de la ley —agrega algo nuevo al orden jurídico legislativo, sin invalidarlo o integrarlo—; sino también por ser expresión de la voluntad del Poder Judicial, indispensable para que el derecho pueda desarrollarse en la sociedad.
Ello quiere decir que las decisiones de la Corte Suprema no se limitan a las partes del caso, sino que se extienden a toda la sociedad con el carácter de derecho, por lo que la decisión que emita, sin que tenga la misma estatura que la ley, define el sentido del derecho con una eficacia general delante de la sociedad y es obligatoria ante los tribunales inferiores. Solo así habrá previsibilidad jurídica [MARINONI].
Gracias Jurispe
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