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Falacias verboideológicas: el principio del tercero excluído

Caros lectores, tenemos el gusto de compartir un breve, pero significativo fragmento del libro «Lógica viva», de Carlos Vaz Ferreira, un manual cuya lectura es obligatoria para interesados en lógica y argumentación jurídica. Dicho esto, ¡que tengan un hermoso día lleno de libros!

Cómo citar: Vaz Ferreira, Carlos. Lógica viva. Lima: Palestra, 2018, pp. 124-129.


Falacias verboideológicas (algunas)

Con este nombre, intencionalmente bastante vago, vamos a estudiar alguna de las falacias que tienen que ver con la relación entre las palabras y las ideas y juicios; entre el lenguaje y el pensamiento.

Conviene que empecemos por referirnos a un debate filosófico cuyo recuerdo nos preparará mejor para nuestro estudio: la polémica de Stuart Mill contra W. Hamilton, que el primero extracta en su Lógica.

Existe en la lógica tradicional un principio llamado principio del tercero excluido, según el cual, de dos proposiciones contradictorias, una tiene por fuerza que ser verdadera, y falsa la otra. Expuesto en otra forma, que significa lo mismo, dice este principio que una proposición tiene que ser o verdadera o falsa, sin término medio posible.

De aquí sacaba Hamilton ciertas consecuencias: La Filosofía —decía— podrá, tal vez, estar condenada a no revelarnos jamás la verdad sobre ciertas cuestiones fundamentales; es posible que nunca sepamos, por ejemplo, si la materia es o no divisible hasta lo infinito; pero, por lo menos, este principio del tercero excluido nos enseña algo sobre la naturaleza de la materia, y es que, o es divisible hasta lo infinito, o no lo es: planteamos un dilema a la materia: no sabemos cuál de las dos alternativas elegirá; pero está obligada a elegir una. Por consiguiente, aun cuando las realidades últimas deban sernos por siempre incognoscibles, no lo serán completamente. Lo mismo ocurrirá en cualquier otra cuestión metafísica que se plantee: El Universo ¿ha comenzado alguna vez, o existe desde la eternidad? Posiblemente el hombre jamás sabrá cuál de estas dos alternativas es la verdad; pero algo sabe, y es esto: que, o empezó alguna vez, o ha existido eternamente. El Universo está obligado a aceptar, diremos, una de estas alternativas que el hombre le plantea.

Y Stuart Mill respondía: No es cierto, ni siquiera eso podemos saber sobre las realidades últimas, porque, entre la verdad y la falsedad de una proposición, hay una alternativa, hay un término medio o un tercero que no queda excluido, y es la falta de sentido; no es forzoso que una proposición sea o verdadera o falsa: la proposición puede, todavía, carecer de sentido; su atributo puede no ser aplicable al sujeto de una manera inteligible. “La materia es, o no, divisible hasta lo infinito”: tal vez esta proposición no tenga sentido; tal vez la materia (si existe, pues podría también no existir) tenga una naturaleza tal que el atributo divisible o indivisible no pueda aplicársele en sentido inteligible. La frase (seguía Stuart Mill) Abracadabra es una segunda intención, no es ni verdadera ni falsa: carece de sentido, simplemente. Y lo mismo podría ocurrir con las frases que a nosotros se nos ocurra formular con respecto a las últimas realidades metafísicas.

Aquella discusión se limitaba a la filosofía propiamente dicha, y a casos especiales y bien caracterizados; pero si se observa la manera de pensar, de expresarse y de discutir de los hombres, se ve que aquella cuestión tenía un alcance bastante más grande, y, sobre todo, un alcance práctico que en aquella época tal vez fue insospechado.

Ese no sentido de una proposición no solo puede existir en la forma absoluta —diremos, gruesa— brutal del ejemplo de Mill, sino en una forma relativa y en todos los grados posibles; además de la inadecuación total, puede haber inadecuaciones parciales en todos los grados.

De manera que aún cuando el hombre tenga el instinto o el buen sentido necesario para evitar el discutir si “abracadabra es, o no, una segunda intención” (o cuestiones casi tan igualmente absurdas como aquella que habría discutido cierta filosofía antigua, de si la virtud era cuadrada, y otras análogas); aun cuando el hombre, digo, evite esas discusiones, caerá en la falacia de discutir sobre cuestiones también mal planteadas, pero en que la inadecuación sea mucho menor: que no carezcan en absoluto de sentido, pero en que el atributo no sea total, clara y unívocamente adecuado al sujeto.

El Mefistófeles de Goethe, enseñando lógica a un estudiante, enuncia esta sentencia: “Los hombres creen generalmente, cuando oyen palabras, que por fuerza deben contener alguna idea”. Lo cierto viene a ser que los hombres creen generalmente, cuando oyen o leen proposiciones, que por fuerza han de ser estas o verdaderas o falsas; y tienen tendencia a discutir toda proposición que se enuncie, partiendo de que ha de ser verdadera o falsa; de que si no es verdadera, es falsa; de que si no es falsa, es verdadera. ¿Quién no se ha encontrado, alguna vez, como desconcertado, indeciso e incapaz de responder, y casi de pensar, ante ciertas cuestiones que se ofrecen en la conversación de personas ignorantes, o ante ciertas preguntas de los niños?

Por ejemplo: un niño preguntaba una vez (cuestión que le fue sugerida en momentos en que se suspendía de un árbol) si “la gente tiene más fuerza que peso, o más peso que fuerza”. A medida que se piensa mejor, se va haciendo más imposible contestar a esta clase de preguntas. En seguida nuestro espíritu se turba, se eriza todo de distinciones: “más fuerza que peso”… ¿en qué sentido? Por ejemplo: una cosa será preguntarse si una persona tiene fuerza bastante para suspenderse de una rama horizontal de un árbol; otra cosa diferente será saber si tiene la fuerza necesaria para subir a una cuerda con nudos, o sin nudos; en una palabra: la cuestión no tiene sentido, o tiene tantos, que ello equivale prácticamente a lo mismo. No se puede contestar. (Salvo haciendo todas las distinciones; descomponiendo la cuestión en varias, etc.). Ahora, imagínense lo que ocurriría si, por falta de cultura, de buen sentido, de precisión mental, o de otra causa cualquiera, dos personas se pusieran a discutir semejante cuestión, partiendo del principio de que o es verdadero o es falso que la gente tenga más fuerza que peso.

[…]

Casi toda la metafísica, casi toda la filosofía tradicional, es, tal vez, un vasto ejemplo, una inmensa ilustración del paralogismo que estamos estudiando. La gran mayoría de las demostraciones clásicas de las tesis metafísicas son un caso de esta falacia, pues consisten en admitir una tesis y darla por probada con la demostración de que la tesis contraria nos lleva a absurdos, a contradicciones, a inconsecuencias o a imposibilidades, sin tener en cuenta que posiblemente las dos tesis están en ese mismo caso.

[…]

La metafísica ha cometido el error de querer ser precisa, de querer ser geométrica, planteando cuestiones y estableciendo fórmulas verbales afectadas casi universalmente de falsa precisión y de inadecuación, como lo están no solo las demostraciones metafísicas, sino generalmente sus mismos problemas.

Podemos representarnos al conocimiento humano como un mar, cuya superficie es muy fácil ver y describir. Debajo de esa superficie, la visión se va haciendo, naturalmente, cada vez menos clara; hasta que, en una región profunda, ya no se ve: se entrevé solamente (y, en otra región más profunda, dejará de verse del todo).

Si imaginamos un espectador de ese mar, que, intentando describirlo, o un pintor que, procurando reproducirlo, se obstinaran en darnos, de las capas profundas, una visión o una representación tan clara como de las capas superficiales, tendríamos el sofisma fundamental de la metafísica.

La metafísica es legítima; más que legítima: constituye y constituirá siempre la más elevada forma de la actividad del pensamiento humano, mientras no pretenda tener el aspecto de claridad y precisión de la ciencia; en cambio, con el aspecto geométrico y falsamente preciso que ha pretendido dársele, la metafísica es simplemente la ilustración típica, por una parte, del sofisma de falsa precisión, que ya hemos estudiado, y, por otra, de estas falacias verboideológicas.

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