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La imputación objetiva del comportamiento en los delitos de dominio

Sumilla: La imputación del comportamiento; 1. La creación de un riesgo penalmente prohibido; 2. La competencia por la creación de un riesgo penalmente prohibido; 2.1. El principio de confianza; 2.1.1. Concepto; 2.1.2. Las formas de manifestación; 2.1.3. Los límites del principio de confianza; 2.2. La prohibición de regreso

Cómo citar: García, P. (2019). Derecho Penal: Parte General. Lima: Ideas Solución Editorial, pp. 425-452.


La imputación objetiva del comportamiento en los delitos de dominio

La imputación del comportamiento tiene lugar cuando la creación de un riesgo se le imputa a una persona como infracción del rol general de ciudadano o, lo que es lo mismo, como un incumplimiento del deber general negativo de no dañar a otro. Para llegar a hacer esta imputación, se debe precisar primeramente cuándo una organización riesgosa para otros sobrepasa los niveles de permisión establecidos por el ordenamiento jurídico. Una vez determinado un riesgo como penalmente prohibido, habrá que responder a la cuestión de si su creación puede imputarse penalmente al que lo ha producido o pudo evitarlo. En este punto, el principio de confianza, la prohibición de regreso y la competencia de la víctima se erigen como instituciones dogmáticas imprescindibles. Finalmente, resulta pertinente precisar las distintas figuras típicas que pueden ser fundamentadas con la sola imputación del comportamiento, sin que sea necesario el segundo elemento de la imputación objetiva, es decir, la imputación del resultado.

1. La creación de un riesgo penalmente prohibido

Al autor se le puede imputar objetivamente un comportamiento penalmente relevante si ha creado un riesgo prohibido. Por pura lógica conceptual, los riesgos prohibidos serán aquéllos que se encuentren fuera de lo permitido. Si el riesgo creado cuenta con una permisión o tolerancia social, entonces este riesgo no podrá provocar una imputación penal. Se trata de lo que, en los estudios jurídico-penales, se conoce como riesgo permitido. El origen histórico de este concepto se remonta a la época industrial en la que fue necesario, para no parar el progreso, permitir ciertas actividades explotativas, a pesar de su peligrosidad”. Así, pueden encontrarse ya en la doctrina penal de la segunda mitad del siglo XIX referencias doctrinales a la problemática de acciones peligrosas, pero que resultan necesarias para el desarrollo de la sociedad.

Sin entrar en las distintas soluciones que se han ofrecido para justificar la utilidad dogmática del concepto del riesgo permitido, la doctrina penal actualmente dominante lo vincula con la teoría de la imputación objetiva, al presentarlo como la faceta negativa de la creación de un riesgo jurídicamente desaprobado. Por el contrario, un sector minoritario de la doctrina se muestra crítico frente a la utilidad dogmática atribuida a este concepto o lo considera simplemente un concepto formal que sólo permite agrupar los distintos casos en los que se excluye el desvalor de acción. Otro sector, ubicado en una posición intermedia, limita la relevancia dogmática del concepto de riesgo permitido al ámbito de los delitos culposos. Pese a los argumentos esgrimidos por los detractores de la idea del riesgo permitido, consideramos que existen razones de fondo para aceptar su plena relevancia en la configuración de la imputación objetiva.

En nuestra comprensión de la imputación del comportamiento, el riesgo permitido constituye un importante criterio para determinar el carácter prohibido de la conducta realizada. En una sociedad que apunta a optimizar los beneficios de las actividades riesgosas, queda claro que no forma parte del rol general de ciudadano evitar la realización de toda conducta que sea peligrosa para el bien jurídico, sino solamente los que exceden el nivel que la sociedad está dispuesta a admitir o tolerar. No obstante, no basta con hacer la afirmación general de que no puede imputarse objetivamente riesgos permitidos, sino que se requiere concretar lo que califica a un riesgo como permitido o prohibido, para lo cual resulta determinante tener en cuenta la actual configuración normativa de nuestra sociedad. Esta labor de concreción del riesgo prohibido constituye un proceso de determinación con base en normas jurídicas, normas técnicas y reglas de la prudencia que rigen en los sectores sociales en los que actúa el ciudadano que realiza la conducta riesgosa.

El carácter prohibido de un riesgo puede estar determinado, en primer lugar, por el mismo ordenamiento jurídico. No es extraño que la regulación positiva se encargue efectivamente de precisar qué conductas están excluidas del ámbito de lo permitido debido a su peligrosidad. Esta determinación puede llevarse a cabo mediante normas jurídicas de carácter penal o extrapenal. En el primer caso se recurre, por lo general, a la técnica de tipificación propia de los delitos de peligro abstracto, como sucede, por ejemplo, con el delito de conducción en estado de ebriedad o drogadicción del artículo 274 del CP que establece como prohibido la conducción de vehículos motorizados con presencia de alcohol en la sangre en proporción mayor a 0.5 gramos-litro o bajo el efecto de estupefacientes. En el segundo caso, se utilizan normas o reglamentaciones administrativas que prohíben la realización de determinados comportamientos peligrosos, como ocurre, por ejemplo, con las infracciones de tránsito en la regulación del tráfico rodado.

Si el riesgo prohibido está determinado por medio de una reglamentación administrativa, debe hacerse la indicación de que no basta con infringir esa reglamentación para afirmar que se ha creado un riesgo penalmente relevante. Resulta necesario que se encuentren presentes también los restantes elementos eventualmente exigidos por el tipo penal correspondiente. En efecto, puede ser que el tipo penal exija, para la prohibición penal, un elemento cualitativo adicional o una gravedad cuantitativa especial de la conducta riesgosa. Ejemplo del primer caso sería el medio fraudulento para que la falta de pago de los tributos se configure como una conducta típica de defraudación tributaria. Como ejemplo del segundo supuesto podría mencionarse el delito de contrabando, cuya tipificación exige que el valor del objeto del delito supere las cuatro unidades impositivas tributarias.

En sectores especializados y altamente dinámicos, las actividades riesgosas cuentan generalmente con una regulación que establece estandarizadamente la manera cómo deben comportarse los participantes en esos sectores. Esta regulación puede estar recogida en normas jurídicas especiales que definen parámetros de actuación para el correcto desarrollo de actividades peligrosas, lo que se conoce también como regulación primaria (p.e. la regulación administrativa sobre la comercialización de medicamentos). Pero puede ser también que la estandarización del comportamiento venga determinada por normas técnicas establecidas por organizaciones privadas, como sería el caso de los métodos desarrollados por la técnica y la ciencia en la realización de determinada actividad industrial (por ejemplo, los estándares técnicos de los materiales de construcción o los estándares de seguridad en la fabricación de automóviles) o las directivas técnicas establecidas para ser cumplidas por los miembros individuales de una empresa (por ejemplo, las indicaciones técnicas que se le dan a los instaladores en caso de empresas dedicadas al mantenimiento del gas urbano). Incluso puede suceder que la misma regulación jurídica se remita expresamente a las normas técnicas. Si la conducta analizada infringe la regulación jurídica o técnica que establece la manera como tendría que ser realizada, entonces se abre la posibilidad de considerarla una creación de un riesgo prohibido. Sin embargo, debe hacerse la acotación de que la infracción de la regulación primaria constituye solamente un indicio del carácter prohibido de la conducta infractora, por lo que será necesario determinar todavía si el riesgo concretamente creado es el que la norma penal apunta efectivamente a evitar.

En la determinación del riesgo prohibido con base en estándares técnicos se discute especialmente si pueden utilizarse reglas técnicas que se muestran inadecuadas para el control de la actividad riesgosa. Si la inadecuación consiste en una exigencia excesiva sobre el agente para controlar el riesgo, el incumplimiento de las reglas en su parte de exceso no constituye un incremento del riesgo penalmente relevante, mientras el agente se haya mantenido en reglas que se perciben como adecuadas. Más discutible se presenta el caso cuando el agente observa las reglas técnicas, pero éstas resultan inadecuadas para controlar el riesgo. Si al momento de actuar las reglas técnicas se muestran como reglas adecuadas para el control de los riesgos, no se habrá creado un riesgo prohibido. Solamente podrá considerarse objetivamente relevante el cumplimiento de las reglas técnicas inadecuadas, si su adecuación estaba ya cuestionada al momento de actuar. En estos casos, la regla técnica deja de ser un criterio que autorice la creación de un riesgo y, por tanto, puede dar pie a una imputación del comportamiento.

Dada la multiformidad y el dinamismo de la sociedad actual, existen sectores de la vida que no cuentan con normas jurídicas o estándares técnicos sobre el correcto desempeño de una actividad, por lo que será necesario, en estos casos, encontrar algún referente objetivo para poder determinar si el riesgo creado por un comportamiento determinado se encuentra penalmente prohibido o no. En tales casos, el estándar de actuación tendrá que determinarse mediante reglas de prudencia. La prudencia es la capacidad de pensar, ante ciertos acontecimientos o actividades, sobre los riesgos posibles que éstos conllevan, y adecuar o modificar la conducta para no recibir o producir perjuicios innecesarios. Con esta capacidad asignada a cualquier ciudadano resultará posible determinar cuál es la pauta de actuación ante una situación concreta. En esta labor de determinación juega un rol decisivo el nivel de especialización del agente.

En ámbitos de actuación, en los que se exige cierta especialización, existen ciertas reglas del arte u oficio que se deben seguir para evitar generar peligros excesivos o incontrolables. Así, por ejemplo, la lex artis médica establece ciertas medidas de cuidado que todo médico debe observar, tales como contar las gasas utilizadas en una operación quirúrgica o excluir posibles reacciones alérgicas antes del suministro de determinados fármacos. La libertad de terapia no autoriza al médico a dejar de lado las precauciones que la práctica médica le impone como lo más adecuado. El que se pueda utilizar experimentalmente técnicas o métodos distintos a los imperantes, no puede ser un proceder ordinario, sino una experimentación terapéutica que requiere de estudios previos y la observancia de ciertas condiciones para su ejecución. Un aspecto importante a la hora de determinar una lex artis es tener en consideración que dicho conocimiento no es uniforme, sino que depende del grado de especialización y la propia realidad de cada región o país. En consecuencia, no se puede sostener una lex artis universal, sino que debe hacerse necesariamente una labor de contextualización.

En ámbitos de actuación ordinarios, en los que no se cuenta, por lo general, con una regulación jurídica de seguridad, ni con parámetros uniformes sobre el correcto desempeño, el riesgo prohibido se debe determinar con base en el criterio general de la prudencia que le corresponde a un ciudadano fiel al Derecho. Este criterio ha sido desarrollado, sobre todo, en el ámbito del Derecho civil, en donde no se cuenta con niveles altos de positivización de las obligaciones. De lo que se trata es de establecer hasta dónde habría llegado con su proceder un ciudadano respetuoso de los derechos de los demás que se encontrara en la misma situación del autor. Dado que no todo lo que resulta socialmente conveniente se traduce en una norma jurídica o se encuentra necesariamente recogido en un estándar uniformemente definido, la pauta de actuación exigida se debe determinar en función de lo que resulta razonable esperar de un ciudadano responsable en la situación concreta en la que se encuentra el agente.

Un tema discutido es el tratamiento de las compensaciones de riesgo. Como se sabe, ciertas actividades riesgosas se permiten bajo la observancia de determinadas condiciones dirigidas a reducir el riesgo. La discusión se presenta cuando estas condiciones no se cumplen, pero se utilizan medidas de compensación que permiten reducir igualmente la peligrosidad de la actividad riesgosa. Para decidir si en estos casos la creación del riesgo sigue siendo prohibida, debe determinarse si las condiciones o requerimientos de seguridad están impuestos por normas jurídicas o solamente por normas técnicas. En el primer caso, las compensaciones del riesgo no tendrán ninguna relevancia para excluir la responsabilidad, mientras que si se trata sólo de normas técnicas los mecanismos de protección podrían reemplazarse sin problemas por otros nuevos igualmente o más efectivos. Si una compensación de riesgos tuviese relevancia también frente a lo establecido jurídicamente, se pondría en duda la vinculatoriedad de la legislación y se aumentaría el peligro de un desorden en los sectores regulados. Considerar que una determinada reglamentación está desfasada y, por ello, estar autorizados a incumplirla, significa colocarse en el papel de un legislador, lo cual, en un sistema democrático, no puede determinarse de manera individual.

2. La competencia por la creación de un riesgo penalmente prohibido

Con los criterios acabados de desarrollar resulta posible determinar si una conducta riesgosa ha creado un riesgo penalmente prohibido. No obstante, para la imputación del comportamiento no basta con que se haya sobrepasado el nivel de actuación general permitida, sino que se requiere además determinar la competencia organizativa por el riesgo prohibido creado. El hecho riesgoso se presenta, por lo general, en un contexto interactivo, por lo que la intervención de varios sujetos puede oscurecer la determinación de los sujetos organizativamente competentes. Por esta razón, resulta conveniente delimitar los ámbitos de competencia en caso de intervención de varios sujetos en la creación del riesgo prohibido. En principio, la competencia por el riesgo prohibido le debería corresponderle al titular del ámbito de organización del que se deriva dicho riesgo, pero puede suceder también que no lo sea, sino que la competencia por organización recaiga, más bien, en una tercera persona (principio de confianza y prohibición de regreso) o incluso en la propia víctima (ámbito de responsabilidad de la víctima). Si no es posible afirmar la competencia organizativa de alguna persona, entonces el hecho deberá ser tratado simplemente como un infortunio.

2.1. El principio de confianza

2.1.1. Concepto

En sociedades organizadas, en las que la división del trabajo libera al ciudadano de un control sobre las actuaciones de los demás, el principio de confianza adquiere especial relevancia. La previsibilidad de la actuación deficiente ajena se limita a través de la confianza, de manera que una persona no debe estar pendiente, en todo momento, de las previsibles conductas incorrectas de los terceros con los que interactúa. Se trata de una confianza que no proviene de la experiencia, sino de una exigencia normativa. Su fundamento se sustenta en la idea de que los demás sujetos son también responsables y, por lo tanto, puede confiarse en un comportamiento adecuado a Derecho por parte de ellos. Bajo esta perspectiva, resulta acertado el parecer defendido por un sector de la doctrina penal que lo considera una expresión del principio de autorresponsabilidad, lo que debe tenerse en cuenta no sólo para sustentar la relevancia normativa de la confianza, sino también para establecer las limitaciones o excepciones a la posibilidad de confiar.

Lo específico del principio de confianza en relación con el concepto general del riesgo permitido se encuentra en el hecho de que el desarrollo del suceso no depende de la naturaleza, sino de la actuación de otras personas. No obstante, este principio requiere, como todo criterio de delimitación de competencias, de una labor de concreción que permita establecer si se mantiene la confianza o si, por el contrario, ésta decae. Para poder llevar a cabo esta labor, debe tenerse en cuenta el sector específico correspondiente, pues la configuración del principio de confianza varía según las características de cada sector. Así, por ejemplo, la confianza que rige en el tráfico rodado no se corresponde con la que tiene lugar cuando se usa prestaciones ajenas en la división o especialización en el trabajo. Dado que este segundo ámbito de aplicación de la confianza es el más común, la exposición se va a ocupar de explicarlo de manera más detenida.

2.1.2. Las formas de manifestación

El principio de confianza frente a las prestaciones de terceros en una actuación conjunta tiene dos formas distintas de manifestación. En primer lugar, pueden mencionarse los casos en los que una actuación se mostraría inocua si la persona que actúa a continuación cumple con sus propios deberes. Así, por ejemplo, el productor de determinados bienes que necesitan mantenerse refrigerados no responderá por el carácter nocivo del producto si la empresa distribuidora no observa, de manera dolosa o culposa, las reglas especiales de transporte y convierte el producto en peligroso para la salud de los consumidores. La confianza en un transporte correcto de la mercadería por parte del distribuidor hace que la responsabilidad del productor se encuentre excluida. En estos casos solamente podrá existir un deber del primer actuante de comunicar al segundo la necesidad de cumplir con ciertas condiciones especiales en la transportación, lo cual, por otra parte, no será necesario en caso de productos que evidentemente requieren de tales condiciones (por ejemplo, los productos marinos o lácteos).

La otra forma de manifestación del principio de confianza en la actuación conjunta se presenta cuando una situación concreta ha sido preparada previamente por un tercero. En principio, se puede tener válidamente la confianza en que este tercero ha actuado de manera correcta en la etapa anterior. Así, por ejemplo, si el médico encargado de realizar una operación quirúrgica infecta al paciente con un instrumental quirúrgico que previamente debió ser esterilizado por la enfermera encargada, no podrá hacérsele penalmente competente por el riesgo generado con la utilización del bisturí infectado en la operación, pues puede alegar legítimamente haber confiado en que la enfermera cumpliría con su parte del trabajo de esterilizarlo previamente. El principio de confianza le autoriza a confiar en el adecuado cumplimiento de las labores específicamente asignadas a la enfermera.

2.1.3. Los límites del principio de confianza

El principio de confianza, como todo principio general, presenta también ciertas circunstancias especiales que excluyen su vigencia. Estos límites a la vigencia del principio pueden clasificarse en tres supuestos: a) la confianza queda excluida primeramente si la otra persona no tiene capacidad para ser responsable o está dispensada, por alguna razón, de su responsabilidad; b) tampoco hay lugar para la confianza si la misión de uno de los intervinientes consiste precisamente en compensar los fallos que eventualmente otro cometa; y c) la confianza cesa también cuando resulta evidente la actuación irregular de uno de los otros intervinientes en la actuación conjunta.

El punto de apoyo para la exclusión de la vigencia del principio de confianza en el primero de los supuestos antes mencionados es que un comportamiento correcto sólo puede esperarse de personas libres y responsables. En consecuencia, normativamente no se puede confiar en la correcta actuación de sujetos irresponsables para desenvolverse en el ámbito específico de actuación. Esta limitación se ha ejemplificado normalmente con situaciones referidas al tráfico rodado (específicamente, el caso de los incapacitados, menores de edad o ancianos), pero también es posible que se presente en otros ámbitos sociales, como podría ser el caso de ciertas actividades empresariales: Por ejemplo, la industria de los juguetes no puede confiar en un uso correcto de los mismos por parte de los menores de edad.

El segundo de los supuestos en los que el principio de confianza cesa, encuentra su fundamento en que darle validez normativa a la confianza en las relaciones de control implicaría vaciar de contenido la función implementada de controlar los posibles fallos de otros. Por lo tanto, quien debe controlar la actuación o el trabajo de otro no puede alegar la confianza en el correcto desempeño del controlado. Por ejemplo: El juez no puede alegar confianza respecto del trabajo de un practicante en la elaboración del proyecto de una resolución. La situación es distinta si lo que se asigna es una labor de supervisión, pues en tal caso no es que la confianza cese, sino que ésta se restringe. En este orden de ideas, el superior puede confiar en una actuación correcta del subordinado,,siempre que se verifiquen ciertas condiciones de aseguramiento para excluir irregularidades (reportes periódicos, auditorías, respaldo documentario, etc.).

El último supuesto de limitación de la confianza se muestra como especialmente extraño en una comprensión objetiva del principio de confianza, pues aparentemente se sustentaría en el conocimiento subjetivo de que el otro interviniente no actúa correctamente. Hay que precisar, sin embargo, que la situación de confianza no se rompe con una desconfianza subjetiva derivada de la intuición, sino sólo con una que se origina por situaciones que objetivamente permitan poner en tela de juicio la confianza sobre la conformidad a Derecho del comportamiento del otro. Debe tratarse, por lo tanto, de un manifiesto incumplimiento de la labor que le corresponde. Por ejemplo: el médico cirujano no puede alegar confianza si es que el anestesista se está durmiendo durante la operación, del mismo modo que el conductor no podrá alegar confianza si se percata a cierta distancia que el peatón está infringiendo abiertamente las reglas de tránsito.

2.2. La prohibición de regreso

2.2.1. Concepto

Dejando de lado la discusión sobre si resulta correcto o no utilizar el término de “prohibición de regreso”, la función que actualmente se le asigna a este instituto jurídico-penal es la exclusión de la responsabilidad de quien realiza un comportamiento neutral que favorece la realización de un hecho delictivo. Dentro del concepto de conducta neutral se incluyen aquellos comportamientos cotidianos o conforme a un rol o profesión que, desde la comprensión social, no están dirigidos a favorecer la realización de un delito. En la jurisprudencia de los tribunales penales nacionales se ha acudido, en reiteradas oportunidades, al tópico de la prohibición de regreso por la neutralidad del aporte para exonerar de responsabilidad penal al que lleva a cabo dicho aporte.

La posibilidad de impedir que la imputación penal retroceda a etapas anteriores a la conducta lesiva no es un planteamiento novedoso en la discusión penal. Tal situación se debatió en el caso de una contribución culposa en el hecho doloso de un sujeto plenamente responsable (por ejemplo: la persona que deja su arma accesible y ésta es utilizada por otro para matar a la víctima). En ese entonces, las razones que se esgrimieron para justificar la irresponsabilidad del contribuyente culposo fueron muy diversas: La negación de una relación de causalidad, la impunidad general de la participación culposa (cómplice e instigador) o la ausencia de una mediación de la voluntad. El que la discusión se centre ahora en la neutralidad del aporte ha motivado no sólo que se amplíen los supuestos comprometidos, sino también que se desarrollen nuevos criterios de solución.

2.2.2. Fundamento

La doctrina penal fundamenta la falta de responsabilidad penal del que realiza un aporte neutral en criterios muy diversos. Como bien lo ha precisado Frisch, el estado difuso de la discusión jurídico-penal sobre este tema se debe no sólo a la insuficiencia legislativa para ofrecer criterios claros de solución, sino también a que el problema se ha pretendido resolver desde distintas categorías dogmáticas. Ante este escenario tan disperso, lo que haremos, en primer lugar, es hacer un breve recuento de las propuestas interpretativas más relevantes, sistematizándolas en función del lugar en el que se ubica dogmáticamente el criterio de solución utilizado. Luego de ello, tomaremos posición por el planteamiento que, a nuestro modo de ver, delimite de la manera más razonable la exoneración de la responsabilidad penal que produce la realización de una conducta neutral o estereotipada.

En el plano causal, la exoneración de responsabilidad penal se ha pretendido fundamentar en la lógica de las causas de reserva o en la causalidad hipotética. Este planteamiento parte de la idea de que no tiene sentido prohibir penalmente la realización de un aporte neutral si es que la negativa de dicha aportación no habría impedido que el autor recurra a otra persona capaz de ofrecer el mismo servicio sin revelar, esta vez, sus planes delictivos. Siguiendo esta lógica, sin embargo, la prohibición de regreso no podría hacerse valer en los casos en los que el agente que ejecuta el delito no está en posibilidad de acceder a una prestación similar. Los problemas de prueba y la diferencia de soluciones por datos simplemente accidentales del caso concreto que ofrece esta solución basada en consideraciones hipotéticas, han llevado a que la doctrina penal mayoritaria busque actualmente fundamentar la limitación de la prohibición de regreso en un plano más allá del simplemente causal, esto es, a nivel de la tipicidad de la conducta. Un sector de la doctrina penal entiende que la atipicidad del aporte neutral se debe a la falta de dolo del que lo realiza. A esta interpretación se le ha considerado poco convincente, sobre todo porque la actuación dolosa podría afirmarse con el solo conocimiento de la probabilidad del uso delictivo de su aporte, lo cual ampliaría de manera intolerable la responsabilidad penal por la realización de conductas normales de la vida diaria. No obstante, esta crítica parecería no alcanzar a aquellos que fundamentan la tipicidad del aporte neutral solamente si existe un conocimiento seguro de su utilización delictiva. Pero lo que este planteamiento no puede superar es el cuestionamiento que se le hace de no producir finalmente ninguna restricción de la conducta neutral, pues el sentido social del hecho estará supeditado al fuero interno del sujeto. A lo anterior se suma también la crítica de que llevaría a sancionar penalmente supuestos dudosos de elevación dolosa del peligro, como, por ejemplo, el caso de quien contrata los servicios profesionales de una persona de la que sabe con seguridad que deja de pagar fraudulentamente sus impuestos. La doctrina penal considera, por ello, que la prohibición de regreso por la realización de una conducta neutral no puede hallar su fundamento en la sola falta de conocimiento del aprovechamiento delictivo del aporte neutral.

La doctrina mayoritaria aborda la prohibición de regreso por la neutralidad de la conducta en el ámbito de la imputación objetiva, lo que le lleva a sustentar la exclusión de la responsabilidad penal en una falta de tipicidad objetiva. Las diferencias empiezan al momento de determinar la razón de esa exclusión. Un sector de la doctrina considera que el aporte neutral constituye un comportamiento socialmente adecuado y, por ello, no puede dar lugar a una imputación objetiva. Otros autores recurren al viejo criterio de la previsibilidad objetiva utilizado por los defensores de la “teoría de la adecuación” y excluyen la tipicidad en caso de intervenciones imprevisibles de terceros. Una referencia más centrada en el hecho la ofrecen aquéllos que sostienen que en la realización de una conducta neutral no tiene lugar una “dominabilidad” o “controlabilidad” del hecho. Un sector importante de la doctrina justifica, con base en el principio de confianza, la confianza del primer actuante en que el tercero no realizará una conducta delictiva. Finalmente, un sector, cada vez mayor, de la doctrina penal se apoya en la idea de los ámbitos de responsabilidad, según la cual una persona no tiene que representarse o controlar las distintas posibilidades de comportamiento ilícito que puede llevar a cabo un tercero con su prestación.

Con la finalidad de encontrar cierto equilibrio entre el planteamiento subjetivista y objetivista en la determinación de la irrelevancia típica de una conducta neutral, un sector minoritario de la doctrina penal ha propuesto seguir un planteamiento mixto, es decir, que el desvalor de la conducta se determine con base en criterios objetivos y subjetivos. No obstante, y aunque resulta cierto que en la realización de una conducta penalmente relevante concurren aspectos objetivos y subjetivos, una determinación simultánea de ambos aspectos resulta incompatible con una teoría del delito que tiene por finalidad encontrar soluciones sistemáticas bajo una lógica de progresiva determinación. En este orden de ideas, la conducta que contribuye a la realización de un delito debe pasar primero por el filtro de la tipicidad objetiva, para recién entrar a analizarse la concurrencia del dolo, una vez que se haya determinado que la conducta bajo análisis cumple con las exigencias objetivas del tipo.

Aunque con una incidencia bastante menor en la discusión, un sector de la doctrina penal propone resolver la falta de responsabilidad penal del que realiza un aporte neutral en el plano de la antijuridicidad. Sostiene que el cumplimiento de una labor profesional constituiría una causa de justificación que levantaría la antijuridicidad del aporte causal a la lesión de un bien jurídico. Esta propuesta de solución tiene, en primer lugar, un ámbito de aplicación que se limita al ejercicio de las profesiones, lo que es solamente una parte del universo de las conductas neutrales. En segundo lugar, la invocación de una causa de justificación requiere, como punto de partida, un hecho contrario a la prescripción general de la norma general, lo que precisamente se discute en el caso de la conducta neutral, por lo que la cuestión planteada debería resolverse primero a nivel de la tipicidad de la conducta.

De los distintos criterios arriba mencionados, consideramos que el más adecuado para justificar la prohibición de regreso por la neutralidad del aporte es el criterio de los ámbitos de responsabilidad. Como ya lo hemos precisado, la responsabilidad penal en los delitos de dominio se configura por una organización defectuosa que infringe el deber negativo de no lesionar a otros. Esta organización defectuosa puede tener lugar por una organización individual o ser producto de una organización conjunta. En caso de una organización conjunta, no basta que se realice una aportación causal al hecho, sino que es necesario que ese aporte tenga el sentido objetivo de alcanzar consecuencias delictivas, lo que ampliará el ámbito de competencia del aportante a lo que se hará luego con su aporte. Por ejemplo: prestar un servicio de taxi no vincula objetivamente al taxista con el delito de robo que comete el pasajero al llegar a su destino, a diferencia de lo que significa entregar ilegalmente un arma para atracar un banco. Bajo estas consideraciones, una actuación conforme con el estereotipo de conductas socialmente permitidas no puede constituir una infracción del rol general de ciudadano.

2.2.3. Fundamento

Como lo acabamos de indicar, nuestra posición es que las conductas neutrales que dan pie a una prohibición de regreso en la imputación penal se presentan como causas de exclusión de la tipicidad objetiva. En consecuencia, al que lleva a cabo una conducta neutral no se le puede hacer penalmente competente por la creación del riesgo prohibido. Si bien en las exposiciones doctrinales se distinguen dos posibles formas de aparición de la prohibición de regreso en función del grado de vinculación del aporte neutral con la realización del delito, lo cierto es que en ambos casos la imputación penal no alcanza igualmente al que realiza el comportamiento estereotipado.

La primera forma de aparición de la prohibición de regreso tiene lugar cuando alguien realiza un comportamiento cotidiano, debido o estereotipado, al que otro vincula unilateralmente un hecho delictivo o se sirve del mismo para su realización. La solución es siempre la exclusión de la responsabilidad penal de quien realiza el aporte neutral. Por ejemplo: No puede considerarse partícipe en el delito de falsificación de moneda al deudor que le paga la deuda al acreedor, quien adquiere con ese dinero una máquina fotocopiadora que utiliza para falsificar los billetes. A los deudores no les asiste objetivamente el deber de controlar que los acreedores hagan un buen uso del dinero recibido de ellos. En nada cambia la solución si quien lleva a cabo la conducta neutral conoce el futuro uso delictivo. Por seguir con el ejemplo: Una responsabilidad penal del deudor que cumple con pagar su deuda ni siquiera podría plantearse bajo el supuesto de que el acreedor le haya revelado previamente su designio delictivo.

La segunda forma de aparición de la prohibición de regreso se presenta cuando alguien hace una prestación generalizada e inocua en favor de otra persona que la utiliza para la materialización de un delito. En estos casos tiene lugar cierta comunidad con el autor, pero esa relación se encuentra limitada a la prestación de un servicio socialmente permitido que el beneficiario no puede ampliar unilateralmente. Por ejemplo, el asesor que absuelve una consulta sobre determinados puntos de la regulación tributaria, no podrá responder penalmente en el delito de defraudación tributaria cometido por su cliente con la información recibida. La falta de una imputación del comportamiento tendrá lugar aun cuando el que realiza la prestación pueda suponer un futuro uso delictivo, ya que objetivamente no se ha producido una conducta dirigida a favorecer un delito, sino una prestación consistente en la entrega de bienes, en la realización de servicios o en el suministro de información a la que cualquiera puede acceder. Lo que resulta debatido en la doctrina penal es si, en estos casos, el conocimiento cierto del uso delictivo convierte el aporte neutral en uno con sentido delictivo. Eso se verá en el apartado siguiente.

2.2.4. La pérdida de neutralidad del aporte

La neutralidad de la conducta debe ser establecida en función del contexto social en el que tiene lugar. Lo que es neutral en un contexto, no tiene por qué serlo en otro. Si el contexto social determina que una conducta sea considerada neutral, entonces entrará a tallar la prohibición de regreso, impidiendo que la imputación penal alcance al que ha realizado dicha conducta. Un caso especialmente problemático es lo que se conoce como “contexto caótico”, en el que se suprimen las condiciones básicas para la separación de los ámbitos de responsabilidad y, por lo tanto, impide sostener la neutralidad que, en una situación normal, tendría el aporte. Así, si quien participa en una trifulca en la entrada de una ferretería, entra a este establecimiento y pide al dependiente que le venda inmediatamente un hacha o una palana, no hay duda que la conducta de venta no podrá ser considerada neutral y, por lo tanto, el vendedor no podrá invocar en su defensa una prohibición de regreso. No obstante, debe quedar claro que, en tales casos, no es que los conocimientos especiales del aportante valgan para imputarle responsabilidad penal, sino que sencillamente no existe una conducta neutral.

Una conducta no mantiene siempre su carácter neutral, sino que puede abandonarlo y constituir, por ello, un riesgo penalmente prohibido. Los criterios ofrecidos por la doctrina penal para afirmar la tipicidad objetiva de un aporte profesional o estereotipado son de distinto orden. Unos recurren a criterios cuantitativos como, por ejemplo, “que el comportamiento del partícipe sea esencial para la realización del hecho principal” o “que la prohibición de este comportamiento sea relevante para la protección del bien jurídico”. Otros recurren, más bien, a criterios cualitativos como “la solidaridad con el autor” o “que su aporte posea una referencia de sentido claramente delictiva”. En una variante intermedia, algunos autores utilizan un criterio mixto basado en la cualificación y cuantificación del riesgo. Como puede verse, existe una amplia paleta de alternativas que lleva a reducir sustancialmente la posibilidad de consenso en la solución del problema del límite de la neutralidad del aporte.

Para determinar en qué momento un aporte neutral llega a alcanzar relevancia típica, resulta necesario, a nuestro modo de ver, recordar el fundamento por el cual una prestación profesional o estereotipada exime de responsabilidad penal; esto es, la delimitación de los ámbitos de responsabilidad. La idea central es que el que realiza una conducta neutral no puede ser responsabilizado penalmente por la utilización de su aporte en ámbitos que no organiza o por los que no se encuentre institucionalmente obligado. Mientras se mueva en el marco de su libertad organizativa o en el cumplimiento de los deberes positivos de base institucional, su actuación no puede perder su carácter lícito, aunque cognitivamente pueda ser posible su uso delictivo. Hasta aquí no parece haber mayor discusión. Sin embargo, el consenso doctrinal se rompe cuando el que lleva a cabo la conducta neutral conforme al rol general o a uno especial, sabe, por canales informales o fortuitamente, el aprovechamiento delictivo de su comportamiento por parte de otro.

El carácter permitido de una conducta neutral no debería cambiar por el hecho de que sea previsible una futura utilización del aporte por parte de otro en un eventual contexto delictivo. Una imputación del comportamiento no puede sustentarse con la sola realización de una conducta causal evitable, siendo necesario, más bien, que esta conducta constituya objetivamente una infracción del rol general de ciudadano. Un sector de la doctrina penal sostiene, sin embargo, que si al agente le consta, al momento de su prestación, el futuro uso delictivo, será posible fundamentar su participación punible. El carácter inicialmente neutral del aporte se perderá, por lo tanto, si el aportante tiene conocimiento cierto de su futuro uso delictivo. Otro sector de la doctrina penal, por el contrario, vincula el criterio de determinación de la competencia penal por el aporte a un plano estrictamente objetivo, señalando que la conducta sólo dejará de ser neutral si se enmarca objetivamente en un contexto marcadamente delictivo. Para que la conducta del aportante sea punible, sus labores deben haber abandonado objetivamente el carácter de una actuación estereotipada y constituir una adaptación de su aporte a la comisión de un hecho delictivo. Los conocimientos especiales son, al respecto, objetivamente irrelevantes.

En principio, nos inclinamos por la solución objetiva del límite de las conductas neutrales, pues encierra una gran contradicción darle a un elemento subjetivo la capacidad de cambiar el sentido objetivo de una conducta. La tesis de la relevancia objetiva de los conocimientos especiales confunde, al final, la moralidad con la juridicidad. No obstante, hay que precisar cómo se configura el criterio objetivo del rol para determinar los ámbitos de responsabilidad. Como fue expuesto de manera general, la persona asume en sociedad dos tipos de rol jurídicamente relevantes: El rol general de ciudadano y determinados roles especiales. En el primer caso, al ciudadano le corresponde administrar libremente su propia actividad con el deber negativo de no lesionar a terceros. No hay, por tanto, en este ámbito de actuación un rol de médico, de abogado, de mozo, de taxista etc., sino el rol general de cuidar que la actividad que uno realiza no afecte a terceras personas. La pregunta que surge en este contexto de ideas es si el rol general de ciudadano obliga a una persona, que tiene ciertos conocimientos especiales ajenos a su ámbito usual de actuación, a evitar lesionar a otro. Una respuesta general es inapropiada, por lo que resulta necesario hacer ciertas distinciones fundamentales.

Existen actividades que implican la gestión de situaciones objetivamente peligrosas (manejo de automóviles o maquinarias) y actividades que no se muestran objetivamente como peligrosas (venta de útiles escolares, panes, etc). Solamente en el primer caso, los conocimientos especiales adquieren relevancia objetiva en cuanto al cumplimiento del rol general de ciudadano de no dañar a otros, pues la asunción de la gestión de un riesgo implica necesariamente una obligación jurídica de evitar, con todos los conocimientos disponibles, que el riesgo se torne en lesivo. De otra forma, no se explicaría que el Derecho permita a los particulares la administración de bienes o la realización de actividades riesgosos. Jakobs admite esta lógica al dar relevancia a los conocimientos especiales en el caso del manejo de riesgos especiales. Por el contrario, si la actividad se refiere a ámbitos que se muestran objetivamente como inocuos, los conocimientos especiales no podrán fundamentar una imputación objetiva del comportamiento delictivo.

La regla expuesta se invierte en ciertos casos de excepción, en el sentido de que los conocimientos especiales fundamentarían una responsabilidad penal en la gestión de riesgos socialmente inocuos, mientras que no lo harían a pesar de tratarse de la gestión de riesgos especiales. El primer caso se presenta cuando el actuante incorpora el conocimiento especial en el manejo del riesgo de su conducta, de manera tal que la conducta deja de ser inocua para convertirse en una gestión propia del riesgo. Por ejemplo, el autor sabe que hay una bomba en el avión que le recomienda abordar a la víctima. El segundo caso tiene lugar cuando el Estado asume la labor de determinar las incumbencias de conocimiento del agente en la administración y gestión de riesgos especiales. En este caso, si las incumbencias de conocimiento se regulan jurídicamente, los conocimientos especiales más allá de los requeridos jurídicamente no podrán fundamentar una imputación jurídico-penal. Guillermo Bringas justifica adecuadamente esta solución en el sentido de que si el Estado decide centralizar los criterios de una correcta administración de riesgos especiales, este recorte de libertad tiene como contrapartida la limitación del propio Estado de no poder exigir conocimientos más allá de los que está obligado el sujeto por la reglamentación sectorial correspondiente. Así, por ejemplo, si la regulación administrativa de la actividad bancaria impone ciertas incumbencias de conocimiento a los funcionarios bancarios para impedir actos de lavado de activos, el conocimiento o sospecha de un funcionario más allá del estándar exigido por las normas administrativas, no podrá fundamentar una responsabilidad penal. Los conocimientos especiales jurídicamente no relevantes no pueden sustentar, en estos casos, la imputación objetiva del comportamiento.

2.2.5. Competencia por otras razones

Conviene remarcar finalmente que, aun cuando se determine que el que realiza una prestación neutral se mantiene en el marco de lo socialmente adecuado y, por lo tanto, sin relevancia típica, esta situación no anula la existencia de otros deberes jurídico-penales que pueden dar pie a una responsabilidad penal por su infracción. En este orden de ideas, si al sujeto que presta un aporte socialmente aceptado le asiste alguna posición de garantía o, mejor dicho, otro deber de naturaleza organizativa (introducción de un riesgo especial, por ejemplo) o un deber institucional especial (confianza especial, por ejemplo) o un deber de solidaridad mínima (omisión del deber de socorro o de denuncia), entonces una responsabilidad penal podrá tener lugar en caso que esos deberes se infrinjan. El único aspecto que la prohibición de regreso excluye es la responsabilidad penal por la prestación estereotipada en sí misma, pero no la derivada de cualquier otra razón penalmente relevante.

2.3. El ámbito de competencia de la víctima

2.3.1. Concepto

La figura de la víctima ha estado presente en las construcciones jurisprudenciales y doctrinales del Derecho penal desde hace mucho tiempo. Si bien actualmente se habla de un “redescubrimiento de la víctima”, lo cierto es que en el marco de la dogmática penal esta tendencia debe entenderse, más bien, como el descubrimiento de la utilidad que la teoría de la imputación objetiva tiene en la solución de la problemática del comportamiento de la víctima. En este sentido, son cada vez menos las fundamentaciones dogmáticas que ubican esta cuestión fuera del ámbito de la teoría de la imputación objetiva, como lo hicieron, por ejemplo, las que procuraron solucionarla en el ámbito subjetivo como un supuesto de falta de previsibilidad de la lesión por parte del autor, las que se movieron en el terreno de la causalidad mediante la llamada teoría de la “media causación” o la teoría de la concurrencia de culpas, o las que consideraron que se trataba de un problema específico de los delitos culposos respecto de la configuración del deber objetivo de cuidado. No obstante, el consenso de la doctrina dominante alcanza sólo a la ubicación del problema de la conducta de la víctima al interior de la teoría de la imputación objetiva, pues sobre su concreta configuración dogmática reina todavía cierta polémica.

En una explicación funcional de la imputación objetiva cabe reconocer dos razones por las que las consecuencias de un hecho penalmente relevante deben ser asumidas por la víctima: o porque nadie resulta competente por el delito (el caso de un infortunio), o porque ella ha “actuado a propio riesgo”. De estas dos posibles razones para cargar a la víctima con la producción de un resultado lesivo, solamente la segunda constituye, en sentido estricto, un caso de competencia suya, ya que en el caso del infortunio no tiene lugar propiamente una atribución del hecho al ámbito de responsabilidad de la víctima, sino simplemente que sobre sus espaldas debe pesar la desgracia. Una competencia de la víctima sólo podrá sostenerse, en sentido estricto, cuando ella, en tanto persona responsable, ha actuado a propio riesgo.

2.3.2. Fundamento

El principio de autorresponsabilidad establece que todo ciudadano debe de responder por sus propios actos. Dado que la víctima es también un ciudadano, tendrá que cargar con el resultado lesivo que pueda producir su actuación responsable. Bajo este contexto explicativo, queda claro que el principio de autorresponsabilidad es el fundamento por el cual la víctima termina siendo competente por el perjuicio sufrido como consecuencia de su propia actuación. Debe hacerse, sin embargo, la precisión de que esta competencia de la víctima no se expresa bajo la forma de un padecimiento de pena, sino, más bien, como la asunción de las consecuencias lesivas del suceso.

La competencia de la víctima no es absoluta, en la medida que puede sufrir ciertos recortes normativos. Por un lado, el principio de autorresponsabilidad decae cuando tienen lugar situaciones de superioridad en las que la víctima es instrumentalizada por el autor (por ejemplo, el funcionario penitenciario que obliga al preso a dormir sin ropa, enfermándose este último gravemente o la persona que se aprovecha de una relación de superioridad para mantener relaciones sexuales con una menor de 14 años). Por otro lado, la autorresponsabilidad se recorta cuando existen deberes de control, protección o tutela frente a la víctima derivados de un rol especial del autor que mantiene su competencia por el hecho, aun cuando la víctima actúe a propio riesgo (por ejemplo, el padre no puede dejar que el hijo menor de edad se suba a las barandas del balcón).

2.3.3. Las formas de manifestación

La actuación a propio riesgo de la víctima puede presentarse de dos maneras distintas. Por un lado, están los casos en los que la víctima infringe incumbencias de autoprotección en situaciones de riesgo que, de haberlas observado, le habría preservado de las consecuencias perjudiciales. Por otro lado, la actuación a propio riesgo puede tener lugar también en los casos en los que existe un acto de propia voluntad de la víctima (consentimiento) en relación con la afectación de bienes jurídicos suyos disponibles. Antes de entrar en un análisis detenido de cada uno de estos supuestos de actuación a propio riesgo, conviene dejar establecido que esta diferenciación de supuestos, no significa una reedición de la teoría que distingue la participación en la autopuesta en peligro y la heteropuesta en peligro consentida, sino que, por el contrario, el planteamiento aquí propuesto se asienta en criterios dogmáticos completamente diferentes. El que la víctima se ponga en peligro ayudado por otro o sea ella la que autorice a que otro la ponga en peligro, es una diferencia fenomenológica que no tiene ninguna relevancia normativa desde el punto de vista del principio de autorresponsabilidad.

La víctima infringe sus incumbencias de autoprotección, cuando, ante una situación de riesgo, actúa de una manera tal que pueden esperarse razonablemente consecuencias lesivas para ella. Se trata, por tanto, de riesgos que se encuentran presentes en su interacción con los demás y frente a los cuales resulta una incumbencia suya protegerse a sí misma. Ya que la complejidad de los contactos sociales genera no sólo mayores beneficios para el progreso de la sociedad, sino también mayores riesgos, parece lógico que el sistema jurídico atribuya un conjunto de incumbencias de autoprotección a las personas. La infracción de estas incumbencias hace que, en determinados casos, los sujetos que produjeron causalmente la lesión, no respondan penalmente o sólo lo hagan de manera parcial en caso de mantener ciertas competencias por el dominio del riesgo. Por ejemplo, si una empresa pone en el mercado un producto que puede resultar peligroso si no se usa según las instrucciones anexadas, los directivos de la empresa no responderán por el peligro generado por el uso incorrecto del producto. Una competencia conjunta se presentaría, por ejemplo, si la víctima viaja como pasajero sin casco en una motocicleta, resultando lesionada en la cabeza por un accidente causado por la excesiva velocidad del conductor.

La figura del consentimiento constituye otra especificación de la esfera de competencia preferente de la víctima en la atribución objetiva de riesgos, cuyo efecto exonerador de la responsabilidad penal está previsto expresamente en el artículo 20 inciso 10 del CP. Lo usual es fundamentar su relevancia exoneratoria de responsabilidad en la capacidad del sujeto de gestionar libremente sus propios intereses. No obstante, en la actualidad se intenta dejar de lado este instituto jurídico-penal debido al fuerte contenido subjetivo que posee. Por nuestra parte, consideramos que el uso del consentimiento en la teoría de la imputación objetiva ofrece todavía importantes ventajas dogmáticas que no pueden obviarse, aunque para ello deba dejar de entendérsele como un dato psíquico y considerarlo, más bien, como un acto objetivo de manifestación de voluntad. El consentimiento de la víctima tiene el sentido objetivo de una ampliación voluntaria de los peligros que amenazan normalmente su ámbito personal, de manera que, en caso de realizarse el peligro, el hecho podrá reconducirse al comportamiento voluntario de la víctima.

Podría argumentarse, en contra del reconocimiento del consentimiento como una forma de competencia de la víctima, que éste constituye también una infracción de las incumbencias de autoprotección y que, por ello, una diferenciación resulta ociosa. Ante esta afirmación cabe responder que la distinción entre la simple infracción de incumbencias de autoprotección y el consentimiento tiene relevancia no sólo en el plano subjetivo, sino también objetivo, pues mientras la primera está referida a conductas peligrosas potencialmente lesivas, el segundo tiene que ver con conductas directamente lesivas. Sobre la base de esta distinción, resulta lógico que las consecuencias penales no necesariamente coincidan. Por ejemplo: ¿tiene acaso el fabricante que vende un producto defectuoso a un comprador que ha sido informado de los defectos de fabricación del producto igual responsabilidad penal que aquél que vende un producto defectuoso a un consumidor que lo utiliza incorrectamente? No cabe duda que en el primer caso una responsabilidad del fabricante se encuentra excluida, mientras que en caso de infracción de incumbencias de autoprotección se mantiene todavía una competencia del fabricante por el producto defectuoso.

A través del consentimiento previo la víctima autoriza al autor la lesión de bienes jurídicos de carácter disponible. Sólo el titular del bien jurídico puede permitir válidamente una injerencia sobre el mismo, siempre que se trate, claro está, de un bien jurídico disponible. No hay mayor discusión para negarle el carácter de disponible a los bienes jurídicos supraindividuales, pero en relación con los bienes jurídicos existenciales como la vida o la integridad física el debate se ha encendido en los últimos tiempos a raíz de la llamada “muerte digna” y los trasplantes de órganos. Dado el reconocimiento de una dignidad humana absoluta de naturaleza indisponible, no parece posible compatibilizar esta dignidad con la admisión de una muerte voluntaria. Tal es el sentido de la incriminación de la instigación o ayuda al suicidio en el artículo 113 del CP. En cuanto a la disposición de la salud que no implica una eliminación de la existencia de la persona, resulta ciertamente posible ponderar la finalidad de esa disposición de cara a determinar la validez del consentimiento.

El consentimiento debe expresarse a través de una voluntad objetivada que ponga de manifiesto, de forma expresa o concluyente, la conformidad del titular con la afectación que recae sobre su bien jurídico. La simple pasividad de la víctima es insuficiente, del mismo modo que tampoco cabe aceptar un consentimiento imprudentemente emitido, más allá de que pueda tratarse este supuesto como una actuación a propio riesgo, es decir, como una infracción de las incumbencias de autoprotección. Lo que, por el contrario, sí resulta posible admitir es un consentimiento presunto, el cual se presentará en los casos en los que, si bien no se cuenta con el consentimiento efectivamente dado por el titular del bien jurídico, por encontrarse ausente o inconsciente, es seguro que, de poder hacerlo, lo habría dado. Lo que no puede eliminar la relevancia típica del hecho es el consentimiento emitido con posterioridad.

El consentimiento de la víctima puede verse afectado por circunstancias que le restan validez. Así, la competencia de la víctima no puede sostenerse en los casos en los que su consentimiento resulte afectado por factores distorsionantes, esto es, que la víctima no ha sido, o ya no es, una persona responsable. En unos casos puede ser que la víctima no cuente o pierda la facultad natural de discernir y, por lo tanto, de comprender la relevancia de sus actos, lo que afecta evidentemente su capacidad para consentir (el caso de los niños o los enfermos mentales). Esta capacidad no necesariamente se identifica con la imputabilidad penal o la capacidad civil de ejercicio, sino con la suficiente madurez para decidir sobre el bien jurídico concretamente afectado. En otros casos, puede ser que se trate de una persona con capacidad de consentir, pero la presencia de un vicio de la voluntad afecta la libertad del consentimiento (el error o la violencia) o la insuficiencia de la información suministrada no permite un consentimiento debidamente ponderado.


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