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Voz y la pronunciación del buen orador. Consejos prácticos

Sumilla: Cualidades físicas del orador; 1. Generalidades; 2. La voz; 3. La pronunciación

Cómo citar: Majada, A. (1962). Oratoria forense. Segunda Edición. Barcelona: Casa Editorial Bosch, pp. 163-173.


Cualidades físicas del orador

1. Generalidades

Presenta notorias dificultades trazar un acabado retrato físico del orador forense, porque las cualidades importantes son las referentes a dotes intelectuales, de tal modo que si éstas alcanzan la perfección, ciertos defectos físicos quedan relegados a segundo término. SÁINZ DE ANDINO resumía así la categoría de las cualidades físicas: “a ellas pertenecen el vigor y la robustez suficiente para resistir la fatiga del trabajo mental; una organización favorable para hablar con melodía, con fuerza y con claridad; un pecho robusto, mucha dignidad en la fisonomía; cierta gracia en los movimientos y juego de nuestros órganos y miembros, y una grande energía en el principio vital, que es la fuente de la actividad de nuestra persuasión y de una sensibilidad viva y afectuosa”. Tal vez algunos encuentren hoy un poco fuera de lugar estas afirmaciones, especialmente las últimas.

Se dice que en el orador ha de realizarse el mens sana in corpore sano. Hay defectos como la tartamudez y ciertas contracciones rítmicas del rostro de origen nervioso que embarazan al orador y le dificultan extraordinariamente su actuación. Los habitualmente sanos se abstendrán de actuar durante ciertas enfermedades (catarros, afonías), que aunque presenten carácter transitorio crean a su paso una inevitable inferioridad en el que se esfuerza en hablar y una molestia en quienes le escuchan. Tampoco es aconsejable hablar estando cansado o después de comer con exceso.

Es innecesario insistir sobre otros extremos, ya que en el régimen físico del orador no hay singularidad apreciable respecto del que todo hombre ha de observar, para atender a su salud y a la conservación armónica de sus fuerzas materiales.

Debe evitarse, mientras las circunstancias lo permitan, informar en estrados encontrándose enfermo; aunque la voluntad sea capaz de violentar el cuerpo, quien está sufriendo hablará con dificultad, porque la actividad intelectual queda debilitada y como interceptada por el organismo. Algunos autores, se ocuparon detenidamente de la preparación física del orador. En recientes obras de Oratoria se prescriben consejos higiénicos para dominar la respiración, que es el fundamento de la voz, y hasta llegan a darse normas de gimnasia respiratoria educativa. Tampoco podemos detenernos aquí, pero indicaremos que no es de ahora la atención dedicada a algunos aspectos higiénicos de la Oratoria, como la correcta respiración durante el discurso; veamos lo que ya decía PÉREZ DE ANAYA:

En toda elocución pública exige un gran cuidado el manejo de la respiración; de modo que no se vea precisado el orador a separar una de otra palabras que tienen conexión tan íntima, que se deben pronunciar de una alentada, sin hacer entre ellas la menor separación. Se truncan lastimosamente muchas sentencias, y se pierde absolutamente la fuerza del énfasis, si se hacen intempestivamente algunas divisiones.

El Doctor Wicart, al tratar de la respiración durante el ejercicio de la palabra, rechaza la idea de utilizar diferentes modalidades respiratorias, aplicables a los distintos profesionales de la voz. Aconseja vivamente no preocuparse por ello, puesto que sólo existe un modo de respirar único: el que asegura la utilización más completa del aire que se expulsa por la boca. Es propiamente fuera de la acción oratoria cuando hay que ejercitarse en ello, con el desarrollo mediante la gimnasia respiratoria de la totalidad de los medios que la naturaleza del orador ha puesto a su disposición. El que posee un organismo sano y en normal funcionamiento, debe rechazar toda preocupación respiratoria durante el ejercicio de la palabra.

2. La voz

La viva voz es una de las principales características de la Oratoria; no es la voz en sí, como mero empleo de la palabra, ni en la forma en que viene aplicada a la Lectura o la Declamación, sino en cuanto significa la frase viva voz la palabra que fluye directamente de la inteligencia creadora del pensamiento, en una íntima e inmediata elaboración, identificada en cada momento la palabra con la inteligencia.

En este aspecto, la palabra viene considerada como sonido y se estudia sujeta a diversas condiciones de armonía musical imitativa, para excitar el ánimo de manera determinada, ya sea con el pesar, la alegría, la serenidad o la emoción. Es una cualidad del lenguaje nada despreciable, por mucha importancia que se quiera dar a los argumentos como nervio del informe. Aunque es preciso admitir que una voz bien modulada es muy poco si sólo sirve para cubrir pensamientos ordinarios y pobreza de razonamiento; es en estos casos cuando el auditorio, después de oír el lenguaje solemne de algunos oradores, se pregunta con perplejidad qué han dicho concretamente, y asimismo se lo pregunta el que medita ante la vaciedad de la transcripción taquigráfica de un informe, que incluso llegó a cautivarle al oírlo.

Los oradores clásicos otorgaban exagerada importancia al esplendor de la voz, debido a que sus discursos, pronunciados al aire libre, se dirigían a influir en la multitud, propicia a dejarse arrastrar por las maneras briosas e imponentes. En la actualidad se ha venido a incurrir en el vicio opuesto, y se desprecia el estudio del matiz de voz en los informes, por creerlo cosa propia de actores. Es absurdo dar importancia exclusiva a la voz, pero tampoco hay que olvidarse de ella. ¿ Cómo expresaríamos un sentimiento de ternura o afecto con una voz ronca o áspera?; si empleamos una voz entrecortada o vacilante, por muy seguros que estemos de lo que decimos, ¿no es verdad que llevaremos la duda al auditorio?

Es primordial en esta materia la natural disposición, porque al hablar en público movidos por la pasión o la convicción, auxiliados por la práctica, obtendremos naturalmente el tono y las inflexiones de voz según lo que se ha de decir. Pero las facultades naturales se perfeccionan mediante el estudio, que es susceptible de disciplinar la voz y convertirla en dócil instrumento, adaptable a los distintos tonos y grados de inflexión. Las reglas del arte no pueden alterar la fuerza de la voz que cada uno posee, ni modificarla esencialmente, pero sí corregir la entonación y mejorar su flexibilidad.

Se distinguen ordinariamente tres tonos de voz: el alto, que es el que se emplea para llamar a una persona distante, el bajo, como cuando se habla al oído, y el intermedio, que es el usado en la conversación y el que en términos generales ha de emplearse en los informes. El tono intermedio es el más favorable, es fácil de sostener y puede llenar el espacio que ocupa el concurso si va acompañado de una buena articulación; por hallarse en un punto medio logra mayor número de inflexiones y huye de la monotonía de la recitación, permitiendo subir o bajar la voz según el sentido del pensamiento y mantener así la atención de los oyentes.

El dominio de estas inflexiones y su adaptación al pensamiento y estado de ánimo del orador, hasta conseguir que las más sutiles manifestaciones del entendimiento tengan su reflejo en el tono o matiz de voz exacto, es producto del ejercicio de la recitación bajo una dirección experta y de la práctica de observar a los demás oradores y a uno mismo. El que se lance a hablar en público impulsado por la convicción o el sentimiento, encontrará espontáneamente el tono, las modulaciones de voz y las inflexiones que mejor se corresponden con lo que ha de decir. En esas variaciones y en emplear en cada momento el tono adecuado, radica el poder de atracción de la voz como buen recurso para sostener la atención y hacerse escuchar, primer paso para obtener del auditorio la simpatía y una disposición confiada a admitir los argumentos expuestos. La monotonía, la falta de variedad natural pronunciando el discurso con tono uniforme y afectado, fastidia a cuantos escuchan y es uno de los defectos graves en que suele incurrir el orador.

Es error generalizado imaginar que el tono alto es el propio de la recitación oratoria, como si la persuasión dependiera del hecho de levantar mucho la voz. El tono del informe debe ser fundamentalmente el mismo que el de la conversación, aunque la pronunciación del discurso sea algo más alta; y ello porque no es lo mismo la fuerza del sonido que el tono en que se habla y, dar más fuerza a la voz, por encima de la acostumbrada en la conversación, no quiere decir que nos salgamos del tono ordinariamente usado en ésta. Mantendremos, pues, nuestro tono normal y sin alterarlo llenaremos la voz con la suficiente plenitud de sonido para que nos oiga el Tribunal y el sector de público que no esté fuera del alcance natural de nuestra voz, sin perder de vista que para que a uno le oigan bien es acaso más importante la articulación que la fuerza del sonido. Dar volumen o intensificar la voz no significa que haya de hablarse a gritos.

Para graduar la voz y emitir la cantidad de sonido suficiente a llenar el espacio de la sala donde se habla, nos fijaremos en las distintas condiciones acústicas de cada local, asegurándonos que hasta los tonos más bajos de voz alcanzan a todo el auditorio, según la situación del lugar destinado al orador. Puede ocurrir que esté cerca de los jueces y algo alejado del público, presentándose entonces el conflicto acerca de a qué auditorio convendrá adaptar la intensidad de voz; tendremos en cuenta predominantemente la colocación de los jueces, ya que en estos casos el empeño en ser oídos del público nos haría adoptar una voz demasiado alta, con olvido que es al Tribunal a quien nos dirigimos. No hay que forzar la voz aunque se escuche comentar a algunos que a tal o cual orador no se le oye bien, pues lo importante no es que la voz llegue a todo el público, sino a los jueces con intensidad suficiente.

Con elegante eclecticismo, el legislador de Partidas advierte al Abogado: “debe hablar ante el Juez mansamente, y en buena manera, y no a grandes voces, ni tan bajo que no le puedan oír” (Ley VII, Tít. VI, Partida III).

Prescindiremos del tono bajo, pues sirviendo para hablar muy de cerca, no se emplea en el informe. El tono alto, propio de la oratoria popular, en que la polémica violenta y la voz es tentórea arrastran a las multitudes, es excepcional en el Foro, pero cabe usarlo con parquedad para expresar elevados pensamientos o sentimientos de ira y horror, en períodos de gran exaltación. Por ejemplo, no se concibe que haya sido pronunciado de otra manera el siguiente fragmento de ÁLVAREZ OSSORIO:

¡Ah, Señor; qué afirmaciones tan desconsoladoras! Admitir una crueldad gratuita, cuando el corazón humano es incapaz de todo sentimiento estéril. Sostener que el hombre ha llegado a una degradación tal y tan profunda, que es inferior a las bestias feroces, que no destruyen con sólo el objeto de dañar sin provecho, sino para subsistir y atender a la urgencia de su estructura orgánica. Suponer que la Naturaleza obra en contra de sus leyes de conservación, que deben predominar sobre las de una destrucción necesaria ¡qué horribles teorías!

La voz tendrá cierta gravedad y será siempre en su acento comedida y respetuosa. Cuando nada nos acalora ni nos agita; cuando la discusión es tranquila y apacible, aquélla debe ser también sosegada, porque debe estar en armonía con el estado del corazón. Cuando por el contrario la pasión se excita y se desborda, la voz debe ser poderosa, enérgica y alguna vez terrible. Esta vehemencia sienta muy bien cuando las circunstancias la piden o la excusan; pero no hay nada tan ridículo como dar grandes gritos sin que haya ocasión que pueda justificarlos, como si la razón de los jueces estuviera en sus oídos o como si se hubiese de convencer con la fuerza de los pulmones.1 Sostener constantemente la entonación alta equivale a suprimir las múltiples gradaciones de tono, tan del agrado del auditorio muchas veces. Además, surge en seguida la fatiga y se llega a enronquecer y hablar con gran dificultad, viéndose obligado el orador a bajar bruscamente de tono, lo cual es de efecto desagradable.

La entonación alta debe reservarse para aquellos casos determinados en que sea aconsejable. En este punto es muy conocida la regla de comenzar en un tono más suave incluso del corriente, para irse esforzando luego hasta el tono medio y elevar la voz en aquellos contados pasajes que lo requieran. Al principio se ha de cuidar de moderar y contener la voz, pues insensiblemente y sin pensarlo el orador va levantándola hasta rebasar el tono que le es propio. Cuando se advierta este defecto y sin darnos cuenta nos hayamos visto arrastrados a una voz demasiado elevada, para abandonar el tono alto aprovecharemos el paso de un argumento a otro y después de una pequeña pausa adoptaremos un tono más bajo.

El emplazamiento profundo de los órganos de la fonación, su invisibilidad, la variedad infinita de su funcionamiento según el estado orgánico, los hábitos vocales y los acentos regionales, tales son, entre los principales, los obstáculos que se alzan contra la correcta dicción, hasta el punto de que existe una fonética distinta para cada individuo. Ahora bien, de la uniforme constitución de los órganos vocales ha de resultar por fuerza una aptitud fonética universal y normal, susceptible de proporcionar el máximo de rendimiento oral con el mínimo esfuerzo (DR. Wicart).

En conclusión, el tono oratorio ha de parecerse al de una conversación interesante y animada, con toda naturalidad. Es absurdo abandonar el tono natural de hablar y expresarse en el Foro de modo artificioso y estudiado, con una cadencia completamente nueva, contraria en absoluto por lo fingida a la sensibilidad de la voz con que se habla privadamente. Por último, vigilaremos las falsas modulaciones, que excitan la hilaridad en el auditorio, aunque es difícil eliminar este defecto cuando se encuentre arraigado.

3. La pronunciación

Para encomiar la trascendencia de la pronunciación en la Oratoria, como elemento de medida y de sonoridad, es tradicional la cita del gran orador DEMÓSTENES, a quien se dice preguntaron un día cuál era la parte principal en la Oratoria, y contestó: “la pronunciación”. ¿Y después de ésta?, le volvieron a preguntar. “La pronunciación”, volvió a contestar. Pero ¿y después de la pronunciación?, le interrogaron por tercera vez. “La pronunciación”, fue la respuesta.

Los oradores clásicos cuidaban mucho la dicción y parece ser que las lenguas griegas y latina por su sistema de acentuación requerían este estudio con mayor intensidad que las lenguas modernas. En la actualidad este aspecto, como tantos otros de la Oratoria, se encuentra abandonado y muchos piensan que son materias de adorno o que corresponden a los profesores de declamación o a los actores. La realidad es que las palabras son meros símbolos arbitrarios de conceptos y por sí solas, significan poco en el informe si no van ayudadas por la pronunciación, íntimamente ligada con la virtud de la persuasión. En igualdad de circunstancias y tanto para los jueces como para el público, es más agradable un informe bien recitado que otro desentonado y pronunciado torpemente.

Lo mismo que ocurre con el tono, tampoco la velocidad de las palabras será uniforme, porque no es lo natural ni lo que ocurre en la conversación cotidiana, en que inconscientemente cambiamos de continuo la rapidez de las frases de acuerdo con los pensamientos expresados. Cuando surgen los instantes de acaloramiento en el informe, la palabra corre tras el desahogo apasionado del orador, en tanto que los pensamientos severos y de cierta autoridad se expresan con mayor lentitud. Si es cierto que en ocasiones convendrá hablar de prisa, existe el límite natural marcado por la articulación, pues por muy buenas dotes físicas que se posean si se habla con excesiva precipitación, muchos conceptos serán ininteligibles para el auditorio. La lentitud en la pronunciación, como extremo opuesto, deleitándose el orador en palabras y sílabas, resulta afectada y es molesta para los oyentes, que mentalmente se anticipan adivinando frases y conceptos. Por tanto, huiremos por igual de la precipitación y de la languidez en la articulación de las palabras, estableciendo siempre una correlación variable entre el pensamiento y su expresión.

En cuanto a las pausas, se combinarán con la intensidad de voz y la continuidad de los argumentos; perjudica notoriamente el informe, hacerlas de modo arbitrario y sin tener en cuenta que queda cortado el sentido de la oración y los oyentes en suspenso ante la frase incompleta. Es difícil graduar la colocación de las pausas de sentido, que dependen de la necesidad de separar los períodos y de la diversa capacidad respiratoria del orador, que es algo simplemente físico. Para evitar pausas inoportunas, se recogerá aliento suficiente al comenzar cada período y se establecerán puntos de reposo de la respiración según las divisiones del sentido.

Una pausa bien colocada puede llevar consigo algo de lo que se ha llamado la elocuencia del silencio, ya por seguir a algo importante, en que se desea fijar la atención del oyente, o bien por excitar la curiosidad hacia lo que se va a decir (pausas enfáticas); siempre en ambos casos que no se prodiguen, porque despiertan una atención particular, imposible de sostener durante todo el informe, aun suponiendo que constantemente brotaran de labios del orador afirmaciones de enorme importancia.

Se estudia también en la pronunciación, el acento regional y el oratorio o énfasis. El acento regional es el propio de un país o de sus diversas regiones, que se suele contraer en la infancia por inevitable imitación; no supone inconveniente alguno en tanto se actúe en público dentro del círculo donde se encuentre generalizado, pero desluce el discurso si se pronuncia ante quienes no estén habituados. Este inconveniente — no puede hablarse aquí de defecto — es difícil de corregir, pues se necesita mucho tiempo para desarraigar un acento adquirido durante años de hablar el idioma.

Se cita el caso de Antonio Maura, que llegado a Madrid desde Mallorca, su país natal, en 1868, hablaba muy defectuosamente el castellano. Consagrado a los estudios gramaticales y jurídicos, en pocos años destacó como orador en las Cortes y en la Real Academia de Jurisprudencia. A juicio de uno de sus contemporáneos, “su oratoria tiene como carácter distintivo el de la persuasión… clara, precisa, leal y sencilla, cautiva el entendimiento, entra en el corazón y gana la voluntad”.

De mayor importancia es el acento oratorio o énfasis, que sirve para distinguir con más fuerza determinadas sílabas de una palabra, en cuya pronunciación nos esforzamos con una detención o prolongación al articularla, sin alterar el tono. Difiere el acento oratorio del tono, ya que este último se refiere a la entonación general del discurso, mientras que el acento oratorio se concreta a ciertas sílabas.

No hay posibilidad de establecer reglas concretas acerca de la distribución en el informe del acento oratorio. El mismo carácter de los sentimientos y la construcción de las palabras es la que por instinto inspirará al orador, que se guiará por la naturalidad y el buen sentido para adaptar el énfasis según los sentimientos a expresar. De esto se deduce una norma negativa, la de ser prudente en el uso de las palabras enfáticas, pues su abundancia disipa el efecto que ordinariamente llevan a su cargo; como dice muy bien Blair, atestar de palabras enfáticas todas las sentencias, es lo mismo que llenar todas las hojas de un libro de letra bastardilla, que equivale a no usar de esta distinción.

Para discernir la colocación del énfasis, es conveniente recitar varias veces el informe antes de pronunciarlo en público, fijando de memoria las palabras enfáticas en las partes importantes del discurso, eligiendo, según su intensidad de sonido y significación, las más aptas para inculcar a los oyentes los sentimientos del orador.

En el desarrollo de este apartado sobre la pronunciación, hemos aludido a la dificultad de las reglas sobre ella. Aparte de las imperfecciones físicas, las deficiencias de pronunciación que se observan en algunos oradores, son consecuencia directa de una falta de preparación práctica general. No tienen número, y en español, ni aun nombre, los defectos de pronunciación que se notan aun entre las gentes que pasan por mejor educadas. Quien por acabar más pronto no acaba las palabras, y aunque digan de él que tiene media lengua no acaba de enmendarse; quien acompaña con una especie de silbido la pronunciación de ciertas letras… quienes tartajean y mezclan las palabras. El vicio viene de lejos, porque al enseñar a leer a la infancia se deja a veces que contraiga un sonsonete sin flexibilidad alguna y no debe extrañar que al hablar en público los que así aprendieron a leer y leyeron de esa manera toda su vida, reproduzcan también ese tonillo uniforme.

Para precaverse de los defectos de recitación antes de aparecer en público, hay que adiestrarse en la lectura y pronunciar y acentuar con cuidado. La mejor orientación para leer bien es leer como se habla: no es idéntico el énfasis en la lectura de un fragmento dramático que en un cuento infantil.

Estimamos que en el Foro tiene importancia la pronunciación, que es preciso cuidar estudiándola antes del informe, sin dejarla a la improvisación del momento.

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