Cómo citar: Vidal Ramírez, Fernando. El Acto Jurídico. Lima. Gaceta Jurídica. Novena edición, 2013, pp. 63-67.
1. El principio de la autonomía de la voluntad
La autonomía de la voluntad es un principio que, llevado al Derecho Privado, se constituye en su característica fundamental, al extremo que, en nuestra opinión, puede ser considerado como el factor determinante para que las situaciones y relaciones jurídicas queden comprendidas en su ámbito, razón por la cual se le denomina también autonomía privada. No ha recibido una noción legal y ello lo hace ser un principio no escrito, o, si se prefiere, un postulado. Su noción, por ello, es puramente teórica y doctrinaria.
1.1. Origen y evolución del principio
El origen remoto del principio de la autonomía de la voluntad se remonta al Derecho Romano. Sin embargo, según reseña Puig Peña, en los primeros tiempos del Derecho Romano, la voluntad no tenía per se una potestad creadora y todo lo más que podía hacer era, dentro de los prototipos establecidos a priori, aceptar las fórmulas sacramentales del simbolismo. Todo lo que fuera emanación de un animus solo alcanzaba efectos jurídicos en la medida en que se incorporara al formalismo (Infra N° 60), cuya rigidez no permitía señalar matices en la voluntad declarada por el sujeto.
Con la evolución del Derecho Romano, que determinó una reacción contra la rigidez del formalismo, y el nacimiento de los contratos reales, que suponen la entrega del bien al otro contratante, la voluntad privada alcanzó una mayor eficacia. Posteriormente, con el advenimiento del consensualismo, solus consensus obligat, se va destacando a la voluntad como potencia creadora, si bien se hace precisa su consignación por escrito en los formularios contractuales. De este modo, el formalismo fue perdiendo su rigidez inicial y la manifestación de voluntad incorporada al documento se fue concretando según las notas características de la voluntad interna del sujeto y, así, luego de la codificación del Derecho Romano, siguió acentuándose el poder creador de la voluntad para desembocar en el principio de su autonomía.
El principio de la autonomía de la voluntad, que venía informando la práctica jurídica, fue receptado por el Código Civil francés de 1804. Como lo destacan Ospina, la formulación del Código Napoleón se dio en el marco racionalista e individualista de la enciclopedia y de la revolución, que constituyó al ciudadano en ámbito y medida de la vida común y sus instituciones, que concibió a la sociedad como el producto artificial de un imaginario contrato social y que redujo al Estado a la simple condición de gendarme, cuya función únicamente debía consistir en garantizar las libertades omnímodas de los ciudadanos.
La concepción racionalista e individualista de la autonomía de la voluntad, destacada por los citados autores colombianos, determinó que la voluntad individual fuera la causa eficiente y la fuente de todos los efectos jurídicos, debiendo la norma legal buscar el fundamento de su validez normativa en el consenso que le prestaran los individuos, quienes debían aceptar restringir sus libertades y autorizar al legislador a dictar normas obligatorias para todos en la medida en que estas favorecieran, por igual, el ejercicio de la libertad. Así, la eficacia de los actos jurídicos derivó directamente de la voluntad de los sujetos, a quienes debía corresponder, por derecho propio y según su conveniencia, la organización de sus relaciones jurídicas, determinar la naturaleza y alcance de ellas y estipular sus condiciones y modalidades, correspondiendo al legislador, tan solo, una misión tutelar de la voluntad privada.
En el orden de ideas expuesto, el Código Napoleón pretendió condensar el sistema racionalista e individualista y sus comentaristas clásicos arribaron a la formula dogmática, según la cual el orden público quedaba sometido a la voluntad individual debiendo el legislador, en cuanto tuviese un origen democrático, determinarlo mediante un conjunto de normas imperativas y prohibitivas, de obligatoria observancia por los ciudadanos, debiendo ser los Poderes Públicos y el Estado el gendarme encargado del cumplimiento de ese orden público legal e inmutable. Dentro de esta concepción, como señala Cancino, el orden público fue entendido como un catálogo de conducta que jugaba dentro de la sociedad el papel de barrera que impedía -o por lo menos trataba de impedir- el conflicto entre los ciudadanos por razón del uso de las amplias libertades que el Estado respetaba y estaba obligado a tutelar.
Iniciada la vigencia del Código Napoleón, a mediados del siglo XIX se presentaron fenómenos sociales que generaron una reacción contra la concepción racionalista e individualista de la autonomía de la voluntad, concibiéndose un ordenamiento jurídico que comenzó a traslucir la función social del Derecho y generando un nuevo concepto del orden público. Estos mismos fenómenos, dentro de su característica circunstancia histórica, continúan presentándose y gravitan de tal manera que producen una permanente confrontación de la autonomía de la voluntad con el orden público.
1.2. El concepto de la autonomía de la voluntad
El concepto de la autonomía de la voluntad debe enfatizarse con una nota que tiene una especial relevancia, como es la libertad, porque la vigencia del principio implica un reconocimiento a la libertad individual y a su tutela jurídica. La autonomía de la voluntad debe entenderse, por eso, como la libertad humana y el poder jurídico que el Derecho Objetivo reconoce a los sujetos parala regulación de sus propios intereses, aunque habría que aclarar que los intereses deben ser entendidos en un significado muy lato, como todo aquello susceptible de recibir la tutela del Derecho, y no con un significado necesariamente pecuniario o patrimonial.
La libertad que hemos enfatizado como nota de especial relevancia debe entenderse, pues, como presupuesto de la autonomía de la voluntad para la autorregulación de sus intereses por el propio sujeto y en virtud de la cual le da contenido al acto jurídico que celebra. Es la libertad parala celebración del acto jurídico y para relacionarse jurídicamente con las formalidades libremente adoptadas, para contraer obligaciones, para disponer de sus bienes o testar, que, desde luego, no es irrestricta. Esta libertad, que es esencial al ser humano, debe derivar del Derecho Objetivo y es una autolimitación que el mismo Derecho Objetivo se impone mediante la delegación en los particulares del poder de crear sus propias relaciones jurídicas, normándolas para regularlas o modificarlas, y aun para extinguirlas.
El ejercicio de esta libertad viene a ser la autonomía de la voluntad o autonomía privada. Pero, la autonomía de la voluntad significa también la fuerza vinculante de la voluntad del sujeto en su vida de relación.
En efecto, la autonomía de la voluntad es libertad y fuerza vinculante al mismo tiempo, ya que la voluntad libremente exteriorizada mediante el acto jurídico crea la relación jurídica, la regula, la modifica o la extingue, sin que el sujeto, salvo los actos ad nutum pueda sustraerse de los efectos vinculatorios que genera la manifestación de su voluntad.
La fuerza vinculante de la autonomía de la voluntad es un poder jurídico que el Derecho Objetivo reconoce a todo sujeto para la regulación de sus propios intereses, sean o no patrimoniales, y en virtud del cual el sujeto queda vinculado, no solo para cumplir deberes u obligaciones sino para exigir el cumplimiento de los sujetos con los que se ha vinculado. En este sentido, ad exemplun, el sujeto que participa como vendedor en un contrato de compraventa queda obligado a transferir la propiedad del bien y quien participa como comprador a pagar el precio, o, los contrayentes, a aceptar los deberes que nacen del matrimonio luego de haber manifestado su voluntad de celebrarlo.
La autonomía de la voluntad tiene, pues, una función creadora a través del acto o negocio jurídico y también una función normativa con la que regula sus propios intereses en su vida de relación.
En conclusión, la autonomía de la voluntad es un concepto imbricado por la libertad individual y el efecto vinculante de la voluntad manifestada, que se independiza del sujeto y a la que el ordenamiento jurídico y jurisdiccional, por ello, deben prestarle tutela, porque, como consecuencia, la voluntad manifestada adquiere su propia validez entitativa, ad exemplum, la voluntad testamentaria que luego de la muerte del testador lo sobrevive y debe ser acatada y cumplida pues, de no ser así, puede ponerse en movimiento, al igual que en todo acto jurídico válidamente celebrado, el aparato jurisdiccional.
0 comentarios