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¿Cuál es el origen de la justicia constitucional en el Perú? Explicado por Landa Arroyo

Caros lectores, tenemos el gusto de compartir un breve, pero significativo fragmento del libro «Derecho procesal constitucional», de César Landa Arroyo, un manual cuya lectura es obligatoria para principiantes y especialistas en materia de redacción y argumentación jurídica. Dicho esto, ¡que tengan un hermoso día lleno de libros!

Cómo citar: Landa Arroyo, César. Derecho procesal constitucional. Lima: PUCP, 2011, pp. 7-12.


Orígenes de la justicia constitucional en el Perú

Si nos remontamos a la Constitución bolivariana o Vitalicia de 1826, que estuvo inspirada en la Constitución Consular del año VIII de Napoleón, vemos que se otorgó al Senado Conservador peruano funciones difusas de protección de la Constitución. En las constituciones posteriores de 1828, 1834 y 1839 se estableció que el Congreso velaba por la observancia de la Constitución y hacía efectiva la responsabilidad de los infractores. No obstante, recién con la Constitución de 1856, liberal por excelencia, fue que se estableció, en su artículo 10 que “es nula y sin efecto cualquier ley en cuanto se oponga a la Constitución”.

Ahora bien, esta disposición no tuvo desarrollo legislativo ni aplicación jurisprudencial, debido a que dicha Constitución duró solo cuatro años y que el derecho público, de entonces, estaba aún inmaduro para desarrollar una institución, propia de la siguiente centuria. Lo que no impidió que el Consejo de Estado institución apenas estudiada jugase un rol, a veces, destacado en materia de defensa de la Constitución.

La primera ley que incorpora un proceso que tutela la libertad personal fue la Ley de Hábeas Corpus de 1897 y la Ley 2223 de 1926 que amplía la protección judicial hacia derechos distintos a la libertad personal a través del hábeas corpus. Pero es con el artículo 24 de la Constitución de 1920 que se incorpora por vez primera en la norma suprema el proceso de hábeas corpus, para cualquier persona que sea detenida in fraganti por un delito por más de 24 horas sin ser puesta a disposición del juez. Es recién en el Anteproyecto de Constitución de 1931 (artículo 142), elaborado por la Comisión Villarán, que se plantea la incorporación del control judicial —judicial review—de las leyes, al estilo norteamericano, más no el control abstracto de las mismas, a través de un órgano judicial especializado. Debido a los cándidos temores de que se produjese un exceso de demandas en contra de las normas de Congreso. No obstante, ni una ni otra iniciativa fue recogida por los constituyentes de 1933. En cambio sí se recogió el habeas corpus al estipular el artículo 69 que “todos los derechos individuales y sociales reconocidos por la Constitución, dan lugar a la acción de hábeas corpus”.

Aún así, en esta última Constitución de 1933 se continuó con la suerte de control político de la norma suprema, por cuanto el artículo 26 dispuso que «pueden interponerse reclamaciones ante el Congreso por infracciones a la Constitución» y el artículo 123 señaló que el Congreso estaba facultado para «examinar las infracciones a la Constitución y disponerlo conveniente para hacer efectiva la responsabilidad de los infractores». Este sistema de control político legislativo de la constitucionalidad se vio complementado con la incorporación de la «acción popular». Recurso judicial que podía interponerse contra decretos y resoluciones del Poder Ejecutivo, que violaran la Constitución o la ley.

Asimismo, si bien el control de las leyes del Parlamento no se llegó a incorporar en la Constitución de 1933, estuvo consagrado, aunque a nivel legislativo, en el Código Civil de 1936, cuyo artículo XXII del Título Preliminar señalaba que «cuando hay incompatibilidad entre una disposición constitucional y una legal, se prefiere la primera». Por ello, a juicio de algunos juristas: Sin haberle concedido a nuestro Poder Judicial en forma expresa la facultad de declarar la inconstitucionalidad de las leyes, puede suceder que con el tiempo, como ha sucedido en Norte América, a tenor de la última disposición citada (Código Civil), y por obra de la Jurisprudencia y ante casos concretos, nuestro Poder Judicial vaya adquiriendo facultades que guarden semejanza con lo que sucede en Norte América. Sin embargo, los propios jueces fueron reacios a la aplicación de esta disposición, debido a:

a) que se trataba de un enunciado de carácter general que no había sido debidamente reglamentado

b) en todo caso se trataba de un principio de aplicación al estricto campo del derecho privado y no del derecho público (que es con frecuencia en donde, más, hallamos este tipo de violaciones)

c) se trataba de una ley que podía ser exceptuada por otra posterior. Es recién con la dación de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1962 que se reglamenta, en su artículo 8, la facultad del control difuso en la vía judicial ordinaria.

Correspondiendo pronunciarse, en última instancia, a la Corte Suprema sobre la inaplicación de una ley por inconstitucionalidad, lo que se produjo en muy contadas oportunidades y sin mayor trascendencia. Pese a estos escarceos del control judicial de las leyes, a nivel constitucional, lo cierto es que la idea de la supremacía constitucional sobre la ley y, en consecuencia, el control judicial de las leyes, tuvo su origen nominal en la legislación civil y judicial. No obstante, en la práctica, la élite judicial careció de una autoconciencia sobre el rol jurídico-político que implicaba controlar al poder, dada su obsecuente sumisión a la ley.

A lo más, la doctrina constitucional peruana, de entonces, apenas recogió del Derecho comparado la experiencia de la justicia constitucional, divulgándola, en cuanto a sus alcances y límites, así como proponiendo la reforma de la Constitución de 1933, para incorporar la justicia constitucional. Luego de un largo período de gobierno militar 1968-1979, la elite política tomó conciencia de la necesidad de fortalecer el Estado Constitucional y la democracia.

Para lo cual se puso en movimiento la práctica política del Congreso de importar leyes e instituciones españolas, por razones de idioma, cultura y tradición y, en menor medida, instituciones de la legislación francesa, italiana y alemana. Lo que dio lugar a la creación del Tribunal de Garantías Constitucionales con dos competencias:

Una, declarar la inconstitucionalidad de las leyes y;

Dos, resolver en casación las resoluciones denegatorias de las acciones de habeas corpus —para la tutela de la libertad individual— y de amparo –para la protección de los demás derechos fundamentales— que resolviese el Poder Judicial.

Se crea la jurisdicción constitucional pero sin desvincularla del positivismo legalista, ni compatibilizarla con el control difuso de los jueces ordinarios, ni con el régimen presidencialista que históricamente ha llevado a la politización de la justicia. Ahora, si se considera que en los países donde se ha implementado el Tribunal Constitucional este «ha sido establecido esencialmente para obligar al Parlamento a permanecer en el marco de sus atribuciones y límites, a fin de garantizar los derechos y libertades del ciudadano», entonces, se podría decir que en el Perú la justicia constitucional no es una institución concebida, racionalmente, en ese sentido. Más bien ha sido concebida por su valor simbólico de defensa del Estado de Derecho, reiteradamente quebrantado por los golpes de Estado. Por eso, el origen de la jurisdicción constitucional en el Perú no es un indicador, necesariamente, de buena salud democrática, ni de conciencia jurídica del país, sino precisamente de todo lo contrario.

La evolución de la justicia constitucional

La innovadora Constitución de 1979 estableció, por primera vez en el Perú, la jurisdicción constitucional concentrada a través del Tribunal de Garantías Constitucionales, tomada de la experiencia constitucional española de la Segunda República. Pero, pese a que en el anteproyecto del título de Garantías Constitucionales de esta Constitución se consignaba una extensa relación de competencias y atribuciones, el pleno constituyente solo le confirió al referido Tribunal competencias para declarar la inconstitucionalidad de las leyes y para expedir resoluciones casatorios de las sentencias denegatorias del Poder Judicial, en materia de hábeas corpus y acciones de amparo. La vigencia del Tribunal de Garantías Constitucionales, desde su implementación en 1982 hasta su clausura en 1992, por el autogolpe de Estado de Fujimori, no dejó la convicción en la ciudadanía y ante los poderes públicos que los magistrados constitucionales fuesen los voceros autorizados de la Constitución.

Ello, debido a que no lograron legitimidad social en la opinión pública, como órgano constitucional encargado de controlar los excesos del poder. Es más, durante su clausura, entre abril de 1992 y hasta el reinicio de sus funciones como Tribunal Constitucional, en junio de 1996, se llegó a concebir el nuevo orden de facto y luego constitucional sin, prácticamente, la existencia del control jurisdiccional de las leyes.

Lo cual es un indicador preocupante de que la justicia constitucional pasó inadvertida para la población, pese a ser este un órgano encargado de la defensa de los derechos ciudadanos. Ello se debió a, que dicho Tribunal se implementó en un falso ambiente político democrático, poco propicio para su desarrollo institucional y la tutela de los derechos fundamentales. Es que el proceso constituyente de 1993 se inició con pie forzado; en efecto durante la etapa de funcionamiento del referido Congreso, se puede decir que el régimen de facto relativo exigía un sistema constitucional flexible, donde no existiera diferencia entre las leyes ordinarias y la Constitución.

En tal sentido, el gobierno se caracterizó por la inexistencia de límites constitucionales objetivos. El principio de supremacía constitucional fue supeditado a la voluntad de la representación parlamentaria, más concretamente de la mayoría oficialista, mediante la aprobación de leyes constitucionales. Leyes que incluso modificaron, periódicamente, el propio estatuto del llamado gobierno de emergencia y reconstrucción nacional. En esta etapa, caracterizada por un constitucionalismo flexible y autoritario, el gobierno de Fujimori abandonó el principio de la supremacía constitucional, propia de cualquier sistema constitucional democrático, sea rígido como el nuestro o flexible como el modelo inglés. Por este motivo resultaba imposible el restablecimiento del Tribunal de Garantías Constitucionales, por más nombramiento de magistrados que hubiese podido realizar el Congreso Constituyente, apelando a su mayoría parlamentaria. Ello debido a que, primero, no existía un referente constitucional rígido —único, supremo y claro—con el cual ejercer el control de constitucionalidad; y, segundo, a que en la medida que lo constitucional o inconstitucional de las leyes se había diluido en una cuestión exclusiva de la voluntad del Presidente sin considerar a la oposición política. Con lo cual, los actos de gobierno se hicieron inmunes a cualquier control judicial, sea por parte de la justicia constitucional e incluso por la justicia ordinaria. No obstante, durante el debate constituyente, los sectores más conservadores y temerosos de mantener el Tribunal Constitucional no tuvieron más remedio que sucumbir, aunque sin mayor convicción ética, sobre la necesidad del control constitucional de las leyes. Debido, tanto a la tendencia histórica contemporánea del establecimiento y expansión de los tribunales o cortes constitucionales en las nuevas democracias mundiales, como a la unánime opinión pública especializada, en materia de derecho constitucional sobre la necesidad de su restablecimiento.

La nueva Constitución Política del Perú de 1993 dispuso la creación del Tribunal Constitucional, pero sin la fuerza normativa que tuvieron otras instituciones u objetivos constitucionales como el régimen económico, la fuerza armada y el régimen político. De ahí quela nueva versión del Tribunal Constitucional, creada en las postrimerías del debate constituyente en 1993, no fuera implementada, por dicho gobierno, hasta junio de 1996, es decir, dos años y medio después, fecha en que se instaló y empezó a operar.

Pero, la inoperancia del Tribunal para realizar el control constitucional de las leyes se puso en evidencia con el conflictivo requisito de los seis votos conformes de los siete magistrados para declarar una ley inconstitucional. El mismo que sería el causante de uno de los mayores enfrentamientos jurídico y político al interior del Tribunal Constitucional, en el caso de la ley de la reelección presidencial. No obstante, este no fue el único escollo destacado en la implementación de la justicia constitucional, sino también el de la nominación política de los magistrados del Tribunal Constitucional.

Así, a mediados de 1995, la voluntad gubernamental desafecta al control constitucional, inició el proceso de convocatoria para los candidatos al Tribunal Constitucional. Sólo, luego de un año de una bochornosa etapa de candidaturas y desacuerdos lamentables, entre la mayoría y la minoría parlamentaria, se logró nombrar a los siete magistrados del Tribunal Constitucional. De ese modo, a fines de junio de 1996, se instaló dicho Tribunal, quedando cerrado el ciclo de cuatro años de su clausura y bloqueo —de 1992 a 1996—de la jurisdicción constitucional en el Perú.

En tal sentido, la incorporación de la justicia constitucional, concentrada en la Constitución de 1993, surgió no sólo con gran desconfianza por parte de los poderes públicos autoritarios susceptibles al ver que las normas que el Parlamento y el Poder Ejecutivo emitían, podían ser objeto de control, sino también con reticencias de la Corte Suprema, toda vez que ésta dejaba de ser la última instancia judicial en materia de las viejas y nuevas garantías constitucionales hábeas corpus, acción de amparo, hábeas data y acción de cumplimiento. Sin embargo, es del caso recordar que ningún Tribunal Constitucional ha nacido sin enemigos en regímenes intolerantes y anti pluralistas, propios de sociedades cerradas, es decir, sin una cultura de la libertad.

Por ello, durante la etapa de la recuperación del régimen democrático a partir de fines del año 2000, con la reincorporación de los tres magistrados destituidos se inicia una etapa de fortalecimiento del Tribunal Constitucional. La misma que se refuerza con la aprobación del Código Procesal Constitucional (CPC), mediante Ley 28237, de 28 de mayo de 2004, que produjo la unificación de la dispersa legislación procesal constitucional y además estableció modernamente un conjunto de institutos procesales que hacen de la justicia constitucional un sistema jurídico garantista de los derechos fundamentales y del orden jurídico constitucional.

Asimismo, el Congreso de la República dictó la nueva Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (LOTC), mediante Ley 28301, de 22 de julio de 2004, en la cual se establece que el Tribunal Constitucional es el órgano supremo de la interpretación y del control de la constitucionalidad, se crean dos Salas y se permite que la declaración de inconstitucionalidad de las normas legales se resuelva ya no con seis sino con cinco votos conformes, básicamente.

Si bien los problemas que se les presenta a la justicia constitucional en la lucha contra los resabios del autoritarismo, en principio, son universales, estos solo son susceptibles de solución, en la vía política a través de las instituciones democráticas o en la vía judicial a través de la jurisdicción constitucional. Por ello, “el proceso dramático a través del cual se ha conseguido transitar hacia la democracia en estos países se refleja de manera inequívoca en el sentido que se le da a la Justicia Constitucional”.

Ello supone una implementación de la jurisdicción constitucional no exenta de conflictos de carácter sistémico y luego intra sistémicos con el poder, es decir, conflictos no resueltos, democráticamente, bajo el imperio de la Constitución, o resueltos políticamente, más no jurídicamente. Por ello, frente a los intentos de control constitucional de la justicia constitucional en el proceso democrático se alzan voces aisladas que procuran someter la justicia constitucional a los designios políticos conservadores parlamentarios.

Por todo lo argumentado, entonces se puede afirmar que, en la Constitución de 1979 la creación de la justicia constitucional, a través del Tribunal de Garantías Constitucionales, fue producto de la desconfianza de los constituyentes en la administración de justicia ordinaria y en el nefasto rol de dicha justicia respecto a la defensa del Estado de Derecho durante los gobiernos de facto. Por ello, su incorporación no fue resultado de una mayor reflexión sobre el rol de la justicia constitucional en el quehacer político (el que implicaba plantear el problema de las relaciones entre el Derecho y la política), reflexión que hubiera conducido al replanteamiento de la teoría de la división de los poderes.

Pero, como en la Constitución de 1993 el TC fue creado a pesar de la mayoría parlamentaria gobierno, debido al propio peso de la justicia constitucional; no se percibió que: lo realmente definitivo y novedoso de un Tribunal Constitucional es que sus sentencias penetran en el campo delo político y tienen efectos y consecuencias políticas impredecibles, convirtiéndose así en un problema de poder.

En consecuencia, el juez constitucional ya noes solamente un fiel vigilante de la aplicación de la ley, sino que se convierte, al decir de LEIBHOLZ, en el “supremo guardián de la Constitución”. A partir de lo cual, el Tribunal Constitucional es el encargado de hacer cumplir, a los poderes y demás órganos constitucionales, el ordenamiento formal y material de la Constitución. Para tal fin, tiene la función básica de controlar la constitucionalidad de las leyes, que aprueben los legisladores del Congreso, las normas legales que dicte el Presidente dela República y las resoluciones que expida la Corte Suprema de Justicia.

No por esto el Tribunal Constitucional se ubica jerárquicamente sobre los clásicos poderes del Estado, premunidos directa o indirectamente de una legitimidad democrática, sino que participa, coordinadamente, en la elaboración de la voluntad estatal. Participación que realiza mediante sus decisiones judiciales que interpretan, de manera suprema, el contenido de las normas constitucionales y, por ende, declaran válida o inválida una norma legal o una sentencia judicial.

Como el objeto hace al sujeto de conocimiento, se puede señalar que en este contexto histórico y conceptual, adquiere pleno sentido que se identifique el carácter abierto –jurídico y político-de la Constitución; por cuanto ello nos permitirá derivar en las dimensiones y límites del quehacer del Derecho Procesal Constitucional.


2 Comentarios

  1. Excelente compendio histórico concordado y la pluma del destacado constitucionalista Doctor César Landa Arroyo.

  2. Excelente reciente compendio histórico concordado y la pluma del destacado constitucionalista Doctor César Landa Arroyo

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